Después de su muerte, supe lo que realmente pensaba de mí mi suegra: La verdad que nunca se dice en voz alta

—¿Por qué no usas el vestido azul que te regaló mi mamá? —me preguntó Daniel, mientras yo me miraba al espejo, ajustando el cierre de mi vestido negro.

—No me queda bien —mentí, aunque la verdad era otra: ese vestido azul era como un uniforme de todo lo que nunca fui para Doña Carmen.

Esa noche, la última antes del velorio, sentí el peso de treinta y dos años siendo la nuera perfecta. Siempre un paso atrás, siempre con la sonrisa lista, siempre midiendo cada palabra para no herir susceptibilidades. Desde el primer día supe que Doña Carmen soñaba con otra mujer para su único hijo. Alguien como Mariana, la hija del doctor Salazar, con su cabello liso y su acento de la capital. No conmigo, Lucía, hija de un mecánico de barrio y una costurera que nunca aprendió a pronunciar la erre como la gente «fina».

Recuerdo la primera vez que fui a su casa en San Miguel: los manteles bordados, las tazas de porcelana y ese silencio incómodo cuando mencioné que mi papá tenía taller propio. Daniel me apretó la mano bajo la mesa, pero Doña Carmen solo sonrió con los labios apretados. Desde entonces, cada Navidad, cada cumpleaños, cada domingo de sopa de gallina criolla fue una prueba. Yo era la invitada permanente, nunca la hija.

—Lucía, ¿me ayudas a poner la mesa? —me decía ella, pero nunca me pedía que cortara el pan como a Mariana cuando iba de visita. Mariana era «la niña», yo era «la muchacha».

Pasaron los años. Nacieron mis hijos: Camila y Tomás. Pensé que con los nietos todo cambiaría. Pero no. Si Camila sacaba buenas notas, era porque «salió a los Salazar»; si Tomás se enfermaba, era porque «en tu familia hay mucha debilidad». Daniel intentaba mediar, pero él también era hijo único y no sabía cómo enfrentarse a esa mujer fuerte que lo crió sola tras la muerte de don Ernesto.

—Mamá solo quiere lo mejor para nosotros —me decía Daniel cuando yo lloraba en silencio en el baño después de alguna indirecta.

—¿Y yo? ¿No soy suficiente? —le preguntaba yo, pero él solo me abrazaba y me decía que me amaba.

La vida siguió. Trabajé duro para ayudar a Daniel con la tienda de repuestos. Llevé a los niños al colegio, cociné, cuidé a Doña Carmen cuando enfermó de los riñones. Fui la nuera ejemplar: nunca levanté la voz, nunca discutí en público. Pero por dentro sentía un vacío enorme.

El día que Doña Carmen murió fue extraño. Lloré, sí, pero no por ella. Lloré por mí, por todo lo que intenté y nunca logré. En el velorio, Mariana vino a dar el pésame. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Siempre admiré tu paciencia con Doña Carmen. Yo no habría aguantado ni un año.

Eso me hizo sonreír por primera vez en mucho tiempo.

Después del entierro, mientras limpiábamos la casa de Doña Carmen para repartir sus cosas, encontré una caja de cartas en su ropero. No pude resistir la tentación y abrí una dirigida a mí, con mi nombre escrito en esa letra firme que tanto temía.

«Lucía,

Si estás leyendo esto es porque ya no estoy. Quiero pedirte perdón por todas las veces que te hice sentir menos. Nunca supe cómo quererte porque tenía miedo de perder a mi hijo. Pensé que si te aceptaba como hija, él se olvidaría de mí. Fuiste mejor nuera de lo que merecí y mejor madre para mis nietos de lo que yo fui para Daniel. Ojalá algún día puedas perdonarme.

Carmen»

Me quedé sentada en el suelo frío del cuarto, con la carta temblando entre mis manos. Lloré como no había llorado nunca. No por ella esta vez, sino por mí: por todo lo que callé, por todo lo que soporté esperando una aprobación que nunca llegó en vida.

Esa noche le mostré la carta a Daniel. Él lloró conmigo y me pidió perdón por no haber visto antes mi dolor.

—Siempre fuiste suficiente —me dijo—. Solo que a veces uno está tan ciego por el amor a una madre que olvida ver el amor de su esposa.

Hoy han pasado seis meses desde entonces. A veces todavía sueño con Doña Carmen mirándome desde la cabecera de la mesa, juzgando mi forma de servir el café o doblar las servilletas. Pero ya no siento rabia ni tristeza. Solo un poco de lástima por ella… y mucho orgullo por mí misma.

¿Será que alguna vez podremos romper ese círculo de expectativas imposibles entre suegras y nueras? ¿O estamos condenadas a repetir las mismas historias generación tras generación? ¿Ustedes qué piensan?