A los sesenta años busqué a mi primer amor: cuando abrí la puerta, me encontré a mí misma
—¿Por qué vienes ahora, mamá? —me preguntó mi hija Lucía mientras me veía empacar una maleta pequeña. Su voz temblaba entre el reproche y la preocupación.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que, a mis sesenta años, sentía un vacío que ni los nietos ni las tardes de café con amigas podían llenar? ¿Cómo decirle que, después de toda una vida dedicada a otros, necesitaba encontrarme a mí misma… o al menos entender qué fue de aquella muchacha que amó con locura a un joven llamado Ernesto?
Mi historia comenzó en un pueblo polvoriento de Jalisco, donde los atardeceres teñían de rojo las paredes de adobe y los sueños parecían tan lejanos como Guadalajara. Allí conocí a Ernesto. Tenía diecisiete años y el corazón lleno de promesas. Él era el hijo del panadero, siempre con las manos cubiertas de harina y una sonrisa traviesa. Nos juramos amor eterno bajo la sombra de un mezquite, sin saber que la vida tenía otros planes.
Mi madre, doña Carmen, nunca aprobó esa relación. «Ese muchacho no tiene futuro, hija. Tú mereces más», repetía mientras bordaba manteles para vender en el mercado. Pero yo no escuchaba. Hasta que una noche, después de una discusión feroz, mi padre me obligó a dejar el pueblo y mudarme con una tía a la ciudad. Nunca le dije adiós a Ernesto. Nunca supe si me buscó.
La vida siguió. Me casé con Julián, un hombre bueno pero distante. Tuvimos dos hijos: Lucía y Andrés. Crié a mi familia entre sacrificios y silencios, convencida de que el amor verdadero era cosa de novelas. Pero cada vez que veía una pareja tomarse de la mano en la plaza, sentía una punzada en el pecho.
Los años pasaron como hojas arrastradas por el viento. Mi esposo enfermó y partió antes de tiempo. Mis hijos crecieron y se fueron. Y yo… yo me quedé sola con mis recuerdos y ese hueco imposible de llenar.
Fue en mi cumpleaños número sesenta cuando decidí buscarlo. No sabía si estaba vivo, si me recordaba, si acaso seguía en Jalisco. Pero algo dentro de mí gritaba que debía intentarlo.
El viaje fue largo y lleno de dudas. El autobús serpenteaba por caminos conocidos y extraños. Al llegar al pueblo, todo parecía igual y distinto a la vez: la plaza, la iglesia, el aroma del pan recién horneado.
Pregunté por Ernesto en la panadería. Un joven con los ojos de mi antiguo amor me miró sorprendido.
—¿Busca a mi papá? Vive al final de la calle Juárez, en la casa azul.
Caminé temblando hasta la puerta azul. Toqué suavemente. Se abrió y allí estaba ella: una mujer de mi edad, cabello canoso recogido en un chongo, ojos oscuros llenos de vida… y una sonrisa idéntica a la mía.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó con voz amable.
Por un instante pensé que era un espejo burlón del destino.
—Busco a Ernesto…
Ella me miró fijamente, como si intentara descifrarme.
—¿Eres… eres Mariana?
Asentí, incapaz de hablar.
—Pasa —dijo finalmente—. Ernesto está en el patio.
Atravesé la casa sintiendo que cada paso era un regreso a mi juventud perdida. En el patio, bajo el mismo mezquite donde nos juramos amor eterno, estaba él: canoso, encorvado pero con esa chispa en los ojos que nunca olvidé.
—Mariana… —susurró al verme—. Pensé que nunca volvería a verte.
Nos sentamos en silencio largo rato. La mujer —que resultó ser su esposa, Teresa— nos sirvió café y pan dulce.
—Siempre supe que algún día vendrías —dijo Teresa sin rencor—. Ernesto te soñaba en las noches largas.
Hablamos hasta que el sol se escondió tras los cerros. Me contó cómo me buscó después de mi partida, cómo lloró mi ausencia y cómo finalmente encontró consuelo en Teresa, quien también había perdido un amor imposible.
Pero lo más impactante fue cuando Teresa me tomó la mano y dijo:
—Mariana… hay algo más que debes saber.
Me llevó a una habitación donde colgaba una foto antigua: dos niñas tomadas de la mano. Una era yo; la otra… era Teresa.
—Fuimos hermanas de leche —explicó—. Mi madre te cuidó cuando tu mamá enfermó después de tu nacimiento. Crecimos juntas hasta que te fuiste del pueblo.
Sentí un vértigo extraño. ¿Cómo era posible que toda mi vida hubiera estado tan entrelazada con ellos?
Esa noche no dormí. Pensé en las vueltas del destino, en los caminos que elegimos y los que nos son impuestos. Pensé en mis hijos, en los silencios heredados, en las palabras no dichas.
Al amanecer, Ernesto me acompañó al autobús.
—¿Te arrepientes de haber venido? —preguntó con voz temblorosa.
Negué con la cabeza mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—No me arrepiento… pero tampoco sé si podré perdonarme por todo lo que callé.
Regresé a Guadalajara con el corazón revuelto pero más ligero. Al llegar, Lucía me abrazó fuerte.
—¿Encontraste lo que buscabas?
La miré a los ojos y respondí:
—Encontré respuestas… pero también nuevas preguntas sobre quién soy y qué significa realmente amar.
Ahora me pregunto: ¿Cuántos secretos guardamos por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de sanar viejas heridas? ¿Ustedes se atreverían a buscar su primer amor después de tantos años?