Después del Divorcio: Mi Nuera Me Quitó a Mis Nietos por Defender a Mi Hijo

—¡No puedes quitarle todo, Mariana! ¡La casa es de ambos, y el carro también!—grité, mi voz temblando de rabia y miedo, mientras veía cómo mi nuera recogía sus cosas en la sala. El eco de mis palabras rebotó en las paredes de la casa que construimos con tanto esfuerzo en las afueras de Puebla. Mi hijo, Andrés, estaba sentado en el sillón, cabizbajo, derrotado.

Mariana ni siquiera me miró. Siguió metiendo ropa de los niños en una maleta azul, esa misma que usamos cuando fuimos todos juntos a Veracruz el verano pasado. —No quiero discutir contigo, señora Lucía. Ya está decidido. Los niños se vienen conmigo y Andrés sabe por qué—dijo, con esa frialdad que nunca le había conocido.

Mi esposo, Raúl, se acercó y me tomó del brazo. —Déjala, Lucía. No vale la pena pelear más—susurró, pero yo no podía quedarme callada. No después de ver cómo Mariana había cambiado desde que empezó a salir con ese abogado, Julián, que le llenó la cabeza de ideas sobre lo que le correspondía por ley.

Andrés apenas levantó la mirada. —Mamá, por favor…—murmuró, pero yo sentía que si no hablaba ahora, perderíamos todo. —¡No es justo!—insistí—. ¡Tú sabes que Andrés siempre trabajó para darles lo mejor! ¡Esa casa la empezaron juntos! ¡El carro lo compraron entre los dos!

Mariana cerró la maleta con fuerza. —No voy a discutir. Ya hablé con mi abogado. Si quieren pelear, nos vemos en el juzgado—dijo antes de salir al patio para llamar a un taxi.

Esa noche fue la más larga de mi vida. El silencio era tan pesado que dolía respirar. Raúl intentó tranquilizarme: —Lucía, los niños te quieren. Esto se va a arreglar—pero yo sabía que nada volvería a ser igual.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mariana no contestaba mis llamadas ni mis mensajes. Cuando fui a buscar a los niños a la escuela, la maestra me dijo que Mariana había dejado instrucciones claras: “Nadie puede recogerlos más que ella”. Sentí que me arrancaban el corazón.

Andrés estaba destrozado. Perdió peso, dejó de salir con sus amigos y apenas comía. Yo intentaba animarlo, pero también estaba rota por dentro. Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché su llanto ahogado desde su cuarto y sentí una rabia tan profunda que tuve ganas de ir a buscar a Mariana y gritarle todo lo que pensaba.

Pero no lo hice. En vez de eso, me senté con Raúl en la cocina y hablamos hasta la madrugada sobre qué hacer. —¿Y si vamos al DIF? ¿O buscamos un mediador?—pregunté desesperada.

Raúl negó con la cabeza. —Eso solo va a empeorar las cosas. Mariana está dolida y va a usar a los niños para castigarnos—dijo con tristeza.

Los días se volvieron meses. Las fiestas patrias pasaron sin los gritos de mis nietos corriendo por el patio. En Navidad, puse el árbol como siempre, pero las luces parecían más tristes que nunca. Andrés intentó verlos varias veces; Mariana siempre tenía una excusa: “Están enfermos”, “Tienen tarea”, “No es buen momento”.

Una tarde de enero, recibí una carta del juzgado: Mariana exigía la casa y el carro como parte del acuerdo de divorcio. Decía que Andrés era un mal padre y que yo interfería demasiado en su vida familiar. Sentí una mezcla de rabia e impotencia tan grande que rompí la carta en mil pedazos.

Esa noche discutimos fuerte con Raúl. Él decía que debíamos ceder para no perder a los niños para siempre; yo sentía que si cedíamos ahora, Mariana nunca nos dejaría verlos otra vez.

—¿Y si vendemos la casa y le damos su parte?—propuso Raúl.

—¿Y si después dice que también quiere la pensión completa? ¿O que Andrés no puede verlos nunca más?—respondí entre lágrimas.

Andrés estaba cada vez peor. Una noche llegó borracho y se encerró en su cuarto. Al día siguiente me pidió perdón y me abrazó como cuando era niño. —Mamá, siento haberte metido en esto—me dijo con voz quebrada.

—Tú eres mi hijo y siempre te voy a defender—le respondí—. Pero no puedo soportar perder a mis nietos.

Un día recibí un mensaje inesperado: era de Sofía, la mejor amiga de Mariana. Me citó en una cafetería del centro y me contó lo que todos sospechábamos: Mariana estaba llena de rencor porque sentía que nunca fue aceptada en nuestra familia. Que yo siempre opinaba sobre cómo criaba a los niños o qué comida les daba.

Me quedé helada. ¿De verdad había sido tan dura? Recordé todas esas veces que le dije cómo hacer las cosas “a la mexicana”, cómo preparar el mole o cómo vestir a los niños para el frío… ¿Había sido demasiado controladora?

Esa noche hablé con Andrés y Raúl sobre lo que me contó Sofía. Andrés se quedó callado mucho tiempo antes de decir: —Quizá sí fuimos duros con ella… pero eso no justifica lo que está haciendo ahora.

Decidimos buscar ayuda profesional. Fuimos con una psicóloga familiar del IMSS, quien nos escuchó y nos hizo ver nuestros errores y también nuestras fortalezas como familia. Nos recomendó escribirle una carta sincera a Mariana, pidiéndole perdón por cualquier dolor causado y suplicándole que dejara vernos a los niños.

La carta fue difícil de escribir. Lloré mientras recordaba cada momento feliz con mis nietos: las tardes haciendo piñatas, los domingos de pozole, las risas en el parque… Le pedí perdón por mis palabras duras y le prometí respetar sus decisiones como madre.

Pasaron semanas sin respuesta hasta que un día sonó el timbre. Era Mariana, con los niños tomados de la mano. Su rostro estaba serio pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

—Leí tu carta…—dijo en voz baja—. No sé si pueda perdonar todo lo que pasó, pero los niños preguntan mucho por ustedes…

No pude contenerme y abracé a mis nietos con fuerza mientras lloraba como nunca antes.

Desde ese día las cosas no volvieron a ser como antes, pero poco a poco Mariana permitió visitas supervisadas. Aprendí a callar mis opiniones y solo disfrutar el tiempo con mis nietos.

A veces me pregunto si hice bien en defender tanto a mi hijo o si debí ser más comprensiva con Mariana desde el principio… ¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Vale la pena perderlo todo por tener la razón? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?