¿Y ahora, dónde pertenezco?

—Mariana, ¿no crees que ya es hora de que pienses en mudarte? —la voz de mi cuñada, Sofía, retumbó en la cocina mientras yo lavaba los platos del desayuno. El agua caliente me quemaba las manos, pero el ardor en el pecho era peor.

Me quedé callada. Afuera, la ciudad de México rugía como siempre, pero dentro del departamento todo era silencio y tensión. Mi hermano Julián entró justo en ese momento, con la camisa medio abotonada y el ceño fruncido.

—Sofi, no empieces otra vez —dijo él, pero su tono era cansado, resignado. Yo sabía que él también pensaba lo mismo, aunque no se atrevía a decírmelo de frente.

Sofía se acarició la panza, ya redonda por los siete meses de embarazo. —No es por molestar, Mariana. Pero pronto seremos tres. Necesitamos espacio. Y tú… bueno, tú podrías buscar algo para ti sola. Ya tienes treinta años.

Sentí cómo la sangre me subía al rostro. ¿Treinta años y aún aquí? ¿Acaso era una carga? ¿Una intrusa en mi propia casa?

—Este departamento es tan mío como tuyo —le respondí, tratando de sonar firme. Pero mi voz tembló un poco. Mamá nos lo dejó a los dos. No sólo a Julián.

Sofía suspiró y se fue al cuarto. Julián me miró con tristeza.

—No es fácil para nadie —me dijo en voz baja—. Pero tienes que entenderla. Está nerviosa por el bebé…

—¿Y yo? —le interrumpí—. ¿Alguien piensa en mí?

Me fui al cuarto que compartía con la lavadora y me senté en la cama. El olor a suavizante me mareaba. Saqué el celular y llamé a mamá. Aunque ya no estaba, su número seguía guardado. No sé por qué lo hice; sólo quería escuchar su voz en el buzón.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los pasos de Sofía y Julián en la sala, susurros que se apagaban cuando yo salía al baño. Me sentía invisible y, al mismo tiempo, demasiado presente.

Al día siguiente, mi amiga Lucía me invitó a tomar un café en la esquina.

—¿Otra vez con lo mismo? —me dijo cuando le conté—. Mira, Mariana, entiendo que te duela, pero también tienes que pensar en ti. ¿No te gustaría tener tu propio espacio?

—¿Y si no puedo? —le respondí—. Los sueldos están por los suelos, las rentas por las nubes… ¿De dónde saco para mudarme sola?

Lucía me apretó la mano.

—No eres la única. Mi primo vive con sus papás y ya tiene dos hijos… Así es aquí. Pero también tienes derecho a estar bien.

Volví a casa con una mezcla de rabia y tristeza. Encontré a Sofía llorando en la sala. Julián le acariciaba el cabello.

—No quiero que pienses que te estoy corriendo —me dijo ella entre sollozos cuando me vio—. Pero me da miedo que el bebé no tenga su espacio…

Me senté junto a ella y por primera vez vi el miedo en sus ojos: miedo a no ser suficiente madre, miedo a no poder cuidar bien de su hijo si todo seguía igual.

—No sé qué hacer —le confesé—. No tengo a dónde ir… Y tampoco quiero pelearme con ustedes.

Julián se levantó y caminó nervioso por la sala.

—Podríamos vender el departamento y buscar dos lugares más pequeños… —sugirió él.

Sofía lo miró horrorizada.

—¿Y si no encontramos nada? ¿Y si nos quedamos sin nada?

La discusión subió de tono. Yo sólo quería desaparecer.

Esa noche soñé con mamá. Me decía: “La familia es lo único que tienes”. Pero al despertar, sólo sentí vacío.

Pasaron los días y la tensión creció. Sofía empezó a dejarme indirectas: “¿Vas a llegar tarde otra vez?”, “¿No crees que deberías buscar algo más estable?”. Julián cada vez hablaba menos conmigo.

Un domingo, durante la comida familiar, mi tía Rosa soltó la bomba:

—Mariana, ¿y tú para cuándo te independizas? Ya va siendo hora, ¿no crees?

Todos rieron menos yo. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos.

Después de lavar los platos sola, salí al balcón y miré la ciudad iluminada. Pensé en todas las veces que mamá me abrazó aquí cuando tenía miedo del futuro.

Esa noche tomé una decisión: buscaría trabajo extra para ahorrar algo y ver si podía rentar un cuarto cerca del trabajo. No era justo para nadie seguir así.

Pero cuando se lo dije a Julián, él se quedó callado mucho rato.

—No quiero que te vayas —me dijo al fin—. Pero tampoco quiero verte sufrir aquí.

Sofía me abrazó y lloramos juntas.

El día que me mudé fue gris y lluvioso. Llevé mis cosas en dos maletas viejas y un par de cajas de cartón. Julián me ayudó a bajar todo al taxi.

Antes de irme, Sofía me puso la mano en el hombro:

—Perdóname si fui dura… Es que tengo miedo de no poder con todo esto sola.

La abracé fuerte.

Ahora vivo en un cuartito con paredes delgadas donde escucho las peleas de los vecinos y el ruido del tráfico toda la noche. Extraño el olor a café por las mañanas en casa de mamá, extraño las risas de Julián cuando veíamos películas viejas los domingos… Pero también siento un poco de alivio: por fin tengo un espacio sólo mío.

A veces me pregunto: ¿cuándo dejamos de ser familia para convertirnos en extraños bajo el mismo techo? ¿Cuántos más viven así, atrapados entre el deber y el deseo de pertenecer?