La promesa rota de mi hijo: el día que perdí mi hogar y mi fe

—Mamá, sólo tienes que firmar aquí. Es para que todo quede en regla, para que no tengas que preocuparte por nada —me dijo Julián, mi único hijo, con esa voz suave que siempre usaba cuando quería convencerme de algo.

Recuerdo el temblor de mi mano al sostener la pluma. No era por desconfianza, sino por la artritis que me acompaña desde hace años. Julián me sonrió, apretando mi hombro con cariño. “Confía en mí, mamá. Yo siempre voy a cuidarte”, repitió, y yo, como tantas veces antes, le creí.

Firmé sin leer. ¿Para qué? Era mi hijo, el mismo al que crié sola en nuestra casita de San Miguel de Tucumán después de que su padre nos abandonara. El mismo al que le enseñé a no mentir, a compartir el pan aunque fuera poco. El mismo por el que trabajé limpiando casas ajenas, ahorrando peso tras peso para comprar ese techo humilde donde crecimos juntos.

Pero esa tarde, después de firmar, algo cambió. Julián ya no volvió a mirarme igual. Los días siguientes se volvió distante, ocupado, siempre con excusas: “Mamá, tengo mucho trabajo”, “Mamá, no puedo ir hoy”. Hasta que una mañana llegaron dos hombres con camisas planchadas y papeles en la mano.

—Señora Ramírez, venimos a informarle que debe desalojar la propiedad en un plazo de 48 horas —dijo uno de ellos sin mirarme a los ojos.

Sentí que el mundo se me caía encima. ¿Desalojar? ¿Mi casa? Corrí a buscar a Julián al taller donde trabajaba. Lo encontré hablando con su esposa, Lucía. Cuando me vio llegar, bajó la mirada.

—¿Qué hiciste, Julián? —le grité con la voz quebrada—. ¿Por qué me están echando de mi casa?

Lucía intervino antes de que él pudiera responder:

—Señora, usted firmó la cesión de derechos. La casa ahora está a nombre de Julián y necesitamos venderla para pagar nuestras deudas.

—¿Venderla? ¡Pero tú me prometiste que nunca me faltaría un techo! —le reclamé a mi hijo.

Julián evitó mi mirada. “Mamá… las cosas están difíciles. Tengo que pensar en mi familia”.

En ese momento supe que ya no era parte de su familia. Que el sacrificio de toda una vida podía ser borrado con una firma y unas palabras frías.

Esa noche dormí sentada en una silla, abrazando la foto de Julián cuando era niño. Recordé cómo lloraba cuando tenía fiebre y yo le cantaba hasta que se dormía. Cómo me prometía que siempre estaríamos juntos. ¿En qué momento se rompió todo?

Al día siguiente empecé a empacar mis cosas. No tenía adónde ir. Mi hermana vive en Salta y apenas sobrevive con su pensión. Mis amigas del barrio están igual o peor que yo. Fui a la parroquia a pedir ayuda; el padre Gustavo me ofreció una cama en el refugio temporal para mujeres mayores.

La primera noche allí fue la más larga de mi vida. Escuchaba los sollozos de otras mujeres como yo: algunas traicionadas por sus hijos, otras abandonadas por sus maridos o simplemente olvidadas por todos. Compartíamos el mismo dolor: la soledad y la vergüenza.

Una tarde, mientras tomábamos mate en el patio del refugio, doña Rosa —una señora de Jujuy con ojos tristes— me dijo:

—No sos la única, che. A mí también me sacaron todo mis hijos. Ahora ni llaman para saber si estoy viva.

Sentí una mezcla de rabia y alivio al saber que no era la única. Pero también una tristeza profunda por lo que nos estaba pasando como sociedad: ¿en qué momento dejamos de cuidar a los viejos? ¿Cuándo se volvió normal traicionar a quien te dio la vida?

Intenté hablar con Julián varias veces después de eso. Le mandé mensajes, lo esperé afuera del taller. Nunca salió a verme. Lucía me bloqueó en el teléfono y hasta mis nietos dejaron de visitarme.

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir con poco: un plato de guiso compartido, una charla bajo el sol del invierno tucumano, una manta tejida por alguna compañera del refugio. Pero el dolor seguía ahí, como una espina clavada en el pecho.

Un día recibí una carta de Julián. Decía: “Perdón mamá, no supe cómo manejar las cosas. Espero que algún día puedas entenderme”. No había dirección ni número para responderle.

Lloré toda la noche abrazada a esa carta. No sé si algún día podré perdonarlo. No sé si algún día volveré a tener un hogar propio o si moriré en este refugio rodeada de extrañas que comparten mi misma herida.

A veces me pregunto si hice mal en confiar tanto en mi hijo, si debí ser más dura o menos generosa. Pero también sé que no quiero perder la esperanza en las personas; aún hay quienes ayudan sin esperar nada a cambio.

Hoy sólo tengo preguntas: ¿Qué harías tú si tu propio hijo te traicionara así? ¿Es posible volver a confiar después de perderlo todo?