El precio del sacrificio: la historia de una madre invisible
—¿Por qué no me contestas, Julián? —mi voz temblaba mientras sostenía el celular con manos agrietadas, los nudillos blancos de tanto apretar—. Solo quiero saber si estás bien…
El tono de llamada se cortó. Otra vez el buzón. Me quedé sentada en la cama, en ese cuarto pequeño que alquilo desde hace años en la colonia San Rafael, mirando la foto de mi hijo en la repisa: sonriente, con toga y birrete, el día que se graduó de ingeniero. Ese día sentí que todo mi esfuerzo había valido la pena.
No soy una mujer educada. Apenas terminé la primaria en un pueblito de Veracruz antes de venirme a la Ciudad de México. Toda mi vida trabajé en almacenes: primero doblando telas en una bodega del Centro, luego empacando cajas de galletas y latas en una fábrica. Las manos siempre resecas por los químicos, las uñas cortas y feas porque nadie las miraba. Pero nunca me quejé. Sabía que lo hacía para que Julián tuviera una vida mejor.
Cuando Julián era niño, me prometí que no repetiría la historia de mi madre: ella también fue obrera y nunca pudo salir adelante. Yo sí iba a lograrlo, aunque fuera a través de él. Por eso, cuando terminó la prepa con buenas calificaciones y me pidió ayuda para pagar la universidad privada —la pública no le tocó—, no dudé. Saqué todos mis ahorros: los guardaba en una lata de galletas bajo la cama, el fruto de años de doble turno y domingos extra.
—Mamá, ¿estás segura? Es mucho dinero…
—Claro que sí, hijo. Para eso trabajo. Tú estudia y haz tu vida.
Recuerdo su abrazo fuerte, sus lágrimas en mi blusa vieja. Yo también lloré, pero de alegría.
Los años pasaron rápido. Julián estudiaba y trabajaba medio tiempo. Yo seguía en el almacén, cada vez más cansada, pero feliz cuando llegaba a casa y lo veía repasando apuntes o contándome sus sueños: “Cuando termine voy a comprarte una casa, mamá. Vas a dejar ese trabajo”.
El día que se graduó fue una fiesta. Vinieron sus amigos, su novia —una muchacha bonita de Iztapalapa— y hasta algunos vecinos. Yo preparé mole y arroz; todos comieron y rieron. Julián me abrazó frente a todos:
—Todo esto es por ti, mamá.
Después empezó a trabajar en una empresa grande. Al principio venía cada semana a visitarme; me traía despensa, me preguntaba si necesitaba algo. Pero luego las visitas se hicieron menos frecuentes. Un día me llamó para decirme que se iba a mudar con su novia a un departamento en Polanco.
—Mamá, es por el trabajo…
—No te preocupes, hijo. Tú haz tu vida.
Me quedé sola en el cuarto rentado. Al principio no me importó; estaba orgullosa de él. Pero pasaron los meses y las llamadas se hicieron más cortas, los mensajes más escasos. Cuando le pedí ayuda para pagar unas medicinas —la diabetes ya me estaba ganando— me dijo que estaba “apretado”, que luego me depositaba.
Nunca llegó ese depósito.
Un día fui hasta su oficina con una bolsa de tamales; quería sorprenderlo. La recepcionista me miró raro:
—¿Usted es la señora Domínguez? El ingeniero está ocupado…
Esperé dos horas en el lobby hasta que salió. Me saludó rápido, nervioso:
—Mamá, no puedes venir así… Aquí todo es formal.
Sentí vergüenza por primera vez en mi vida.
Después de eso casi no supe más de él. Me enteré por Facebook que se casó; vi las fotos del bodorrio elegante, ella con vestido blanco y él con traje caro. No fui invitada. Lloré toda la noche abrazada a su foto de graduación.
Los años siguieron pasando. Mi salud empeoró; tuve que dejar el trabajo cuando ya no pude cargar cajas ni estar mucho tiempo parada. Sobrevivía vendiendo dulces afuera del metro Hidalgo o haciendo limpieza en casas ajenas cuando podía.
Un día cualquiera —lluvioso y frío— escuché un golpe fuerte en la puerta del edificio. Bajé a ver qué pasaba y ahí estaba Julián: flaco, ojeroso, con la ropa arrugada y una maleta vieja.
—¿Mamá… puedo pasar?
No supe qué decirle; solo lo abracé fuerte mientras él sollozaba como cuando era niño.
Me contó todo entre lágrimas: lo habían despedido por un fraude donde lo involucraron sin pruebas; su esposa lo dejó y se llevó a los niños al extranjero; los amigos le dieron la espalda. No tenía dónde dormir ni a quién acudir.
—Solo me quedas tú, mamá…
Le preparé café y pan dulce; le di mi cama mientras yo dormía en el sillón. Los días siguientes busqué trabajo para él entre mis conocidos; le presté mis últimos ahorros para que pudiera moverse por la ciudad.
Poco a poco fue recuperándose: consiguió un empleo sencillo como supervisor en una bodega pequeña. Empezó a ayudarme con los gastos del cuarto y hasta me acompañaba al doctor.
Una tarde, mientras veíamos juntos la novela, me tomó la mano:
—Perdóname por olvidarme de ti, mamá… Fui un tonto.
—Eres mi hijo —le respondí—. Y siempre lo serás.
Ahora vivimos juntos en ese mismo cuartito; no tenemos lujos pero tampoco nos falta lo esencial. A veces Julián mira por la ventana y suspira:
—La vida da muchas vueltas, ¿verdad?
Y yo pienso: ¿Cuántas madres como yo han dado todo por sus hijos solo para ser olvidadas? ¿Vale la pena tanto sacrificio? ¿O el amor de madre es tan grande que no espera nada a cambio?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían como yo?