La casa de la infancia: entre la sangre y el dinero

—¿Así que ahora soy una inquilina más, Julián? —le pregunté con la voz quebrada, apretando las llaves de la casa que fue de nuestros padres hasta que me dolieron los nudillos.

Él no me miró a los ojos. Se quedó parado en el umbral, con la camisa arrugada y el ceño fruncido, como si le pesara el mundo sobre los hombros. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre el jardín seco, y las bugambilias que mamá cuidaba con tanto esmero parecían marchitarse junto conmigo.

—No es eso, Lucía. Es que… las cosas cambiaron. Yo también tengo gastos, ¿sabes? —dijo, evitando mi mirada, como si las baldosas rotas del corredor pudieran darle una respuesta mejor que yo.

Me quedé en silencio, sintiendo cómo el aire se volvía denso en mi garganta. La casa olía a café viejo y a recuerdos: las risas de mamá en la cocina, el crujido de las escaleras cuando papá llegaba tarde del trabajo, los domingos de sopaipillas y cuentos en la sala. Todo eso parecía tan lejano ahora, como si otra familia hubiera vivido aquí antes que nosotros.

Después de la muerte de nuestros padres, Julián y yo nos aferramos a lo poco que nos quedaba: esta casa de madera en las afueras de Puebla, con sus paredes llenas de fotos descoloridas y su patio donde aprendimos a andar en bicicleta. Yo pensé que sería nuestro refugio para siempre. Pero cuando leí el testamento y vi que todo estaba a nombre de Julián, sentí una punzada fría en el pecho. Él me aseguró que podía seguir viviendo aquí, que nada cambiaría. Le creí.

Pero ahora, tres años después, me exige pagar renta. Como si fuera una extraña. Como si no hubiéramos compartido la misma cama durante las tormentas eléctricas o llorado juntos cuando mamá enfermó.

—¿Cuánto quieres que te pague? —pregunté al fin, tragando el orgullo como un trago amargo.

—No es mucho… sólo lo justo para ayudarme con los gastos —respondió él, sacando una hoja arrugada del bolsillo. La cifra era más alta de lo que podía pagar con mi sueldo de maestra suplente.

Esa noche no dormí. Caminé por la casa en penumbras, tocando las paredes como si pudiera absorber algo de su calor antiguo. Me senté en la cocina, donde mamá solía amasar tortillas mientras cantaba boleros desafinados. Cerré los ojos y escuché su voz en mi memoria: «La familia es lo único que importa, Lucía».

Pero ¿qué pasa cuando la familia te da la espalda?

Al día siguiente, fui a ver a mi tía Rosa. Ella siempre fue la voz sensata en medio del caos familiar. Me recibió con un abrazo apretado y un café cargado.

—Mijita, los hermanos a veces se ciegan con el dinero —me dijo, acariciándome el cabello como cuando era niña—. Pero no puedes dejar que te pisoteen. Esa casa también es tuya, aunque no esté en papel.

—¿Y qué hago? No quiero pelearme con Julián… pero tampoco puedo vivir así —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

—Habla con él. Dile lo que sientes. A veces los hombres necesitan que les griten las verdades en la cara —me aconsejó ella, dándome una palmada en la espalda.

Esa tarde esperé a Julián en la sala. Cuando llegó, lo enfrenté sin rodeos:

—¿Sabes lo que significa esta casa para mí? Aquí crecimos juntos. Aquí mamá nos enseñó a ser familia. ¿De verdad quieres convertirme en una extraña?

Él se quedó callado un momento. Vi cómo se le humedecían los ojos antes de responder:

—No sabes lo difícil que ha sido para mí… Después de que papá murió, todo recayó sobre mis hombros. Las cuentas, los impuestos… Yo sólo quería hacer lo correcto.

—¿Y lo correcto es cobrarme renta? ¿Eso te enseñaron nuestros padres?

Se sentó frente a mí y por primera vez en años hablamos sin máscaras. Me contó de sus deudas, del miedo a perderlo todo, de cómo sentía que yo no entendía su carga. Yo le hablé del dolor de sentirme desplazada, del miedo a quedarme sola en el mundo.

La conversación terminó sin soluciones claras. Sólo lágrimas y un silencio espeso entre nosotros.

Pasaron semanas sin hablarnos. Yo seguía viviendo en la casa, pero cada rincón me recordaba que ya no era bienvenida. Los vecinos empezaron a murmurar; en el mercado decían que Julián era un interesado, otros decían que yo era una aprovechada. En el pueblo chico todos opinan y nadie ayuda.

Un día encontré una carta vieja de mamá entre sus cosas. Decía: «No permitan que el dinero los separe. La casa es sólo madera y ladrillo; lo importante son ustedes».

Lloré como nunca antes. Y esa noche busqué a Julián otra vez.

—No quiero perderte —le dije—. Si quieres que pague algo para ayudarte, lo haré… pero no quiero sentirme una extraña aquí.

Él me abrazó fuerte y lloramos juntos por primera vez desde el funeral de papá.

Al final acordamos que ayudaría con los gastos básicos, pero sin sentirme una inquilina más. Decidimos arreglar juntos la casa y abrirla para reuniones familiares, para no olvidar nunca lo que realmente importa.

Pero aún me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por culpa del dinero? ¿Cuántos hermanos dejan de hablarse por una herencia? ¿Vale la pena perderlo todo por un papel?

¿Y ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?