No soy una maldición: la noche en que mi familia me dio la espalda

—¡¿Qué hiciste, Mariana?! ¡Por tu culpa el niño está así! ¡Eres una maldición en esta casa!— El grito de Daniel retumbó en las paredes de la sala, tan fuerte que sentí cómo mi corazón se encogía. Mi suegra, doña Rosa, me miraba con los ojos llenos de odio, apretando el rosario entre sus manos como si rezar pudiera borrar lo que estaba pasando.

Mi hijo, Emiliano, apenas tenía tres años y llevaba días con fiebre alta. Los médicos no encontraban la causa exacta. Daniel, mi esposo, no soportó más la incertidumbre y volcó toda su rabia sobre mí. —¡Vete! ¡No quiero verte nunca más aquí!— gritó, y su voz se quebró en un sollozo que no era de dolor, sino de furia.

Me quedé paralizada. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía culparme? ¿Acaso yo quería ver a mi hijo enfermo? ¿Acaso no era yo la que pasaba noches enteras a su lado, cambiando paños fríos y suplicando a Dios por su salud?

—Daniel, por favor…— intenté acercarme, pero él retrocedió como si yo fuera un monstruo.

—¡No te atrevas!— me interrumpió doña Rosa. —Desde que llegaste a esta familia solo han pasado desgracias. Primero lo del trabajo de Daniel, ahora esto… ¡Eres una cruz!

Las palabras me atravesaron como cuchillos. Recordé el día en que llegué a esta casa, llena de ilusiones, pensando que formaríamos una familia unida. Pero nunca fui suficiente para ellos. Siempre fui «la forastera», la que venía del pueblo vecino, la que no tenía apellido importante ni dinero.

Salí corriendo al patio, con las lágrimas nublando mi vista. Afuera llovía con fuerza. Me senté en el suelo frío, abrazando mis rodillas. No tenía a dónde ir. Mi mamá había muerto hacía años y mi papá vivía lejos, en un rancho donde apenas había señal para llamarlo.

La lluvia se mezcló con mis lágrimas. Pensé en Emiliano, en su carita pálida y sus manitas aferradas a mi blusa cada vez que tenía miedo. ¿Cómo podía dejarlo? ¿Cómo podía irme sabiendo que me necesitaba?

Pero Daniel no me dejó opción. Salió detrás de mí con una bolsa negra donde había metido algunas de mis cosas.

—Llévate esto y vete. No quiero verte cerca de mi hijo— dijo sin mirarme a los ojos.

Intenté suplicar una vez más:

—Daniel, por favor… déjame quedarme hasta que Emiliano mejore…

Pero él solo negó con la cabeza y cerró la puerta en mi cara.

Caminé bajo la lluvia hasta la casa de mi amiga Lucía, al otro lado del barrio. Cuando abrió la puerta y me vio empapada y temblando, no preguntó nada. Me abrazó fuerte y me dejó entrar.

—¿Qué pasó?— preguntó después de darme una taza de café caliente.

No pude hablar enseguida. Solo lloré y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Cuando por fin logré contarle todo, Lucía apretó los labios con rabia.

—No tienes la culpa de nada, Mariana. Esos desgraciados siempre te han tratado mal. Pero Emiliano te necesita. No puedes dejarlo solo con ellos.

Pasé la noche en el sofá de Lucía, sin poder dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de mi hijo y sentía un vacío insoportable en el pecho.

Al día siguiente fui al hospital a escondidas. Me colé entre las visitas y logré ver a Emiliano dormido en una camilla, conectado a suero. Daniel estaba ahí, pero ni siquiera volteó a verme. Me acerqué despacio y le acaricié el cabello.

—Mamá está aquí, mi amor…— susurré, conteniendo las lágrimas.

Una enfermera me vio y me pidió que saliera porque «la familia no quería problemas». Salí del hospital sintiéndome invisible, como si ya no existiera para nadie.

Los días pasaron lentos y pesados. Lucía me animaba a buscar ayuda legal para ver a mi hijo, pero yo no tenía dinero ni fuerzas para pelear contra Daniel y su familia. En el barrio empezaron los chismes: que si yo era mala madre, que si había hecho brujería, que si era cierto que traía mala suerte.

Una tarde recibí una llamada inesperada. Era mi papá.

—Mija… me enteré de lo que pasó. Vente pa’cá unos días. Aquí tienes tu casa— dijo con voz cansada pero firme.

No lo dudé más. Empaqué lo poco que tenía y tomé el primer autobús al rancho. El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los campos verdes y sentía una mezcla de alivio y tristeza.

En casa de mi papá encontré un poco de paz. Él no era hombre de muchas palabras, pero cada mañana me preparaba café y me preguntaba cómo estaba Emiliano.

—No te rindas, hija— me decía mientras arreglaba el corral —Un día vas a poder abrazar a tu niño otra vez.

Pasaron semanas sin noticias de Daniel ni de mi hijo. Cada noche rezaba para que Emiliano estuviera bien y soñaba con volver a verlo.

Un día recibí un mensaje de Lucía: «Emiliano está mejorando. Pregunta mucho por ti».

Ese mensaje fue como un rayo de esperanza en medio de tanta oscuridad. Decidí regresar al pueblo y buscar ayuda en el DIF local para pelear por mis derechos como madre.

La batalla fue dura. Daniel se negó a dejarme ver a Emiliano y su familia inventó mentiras sobre mí ante las autoridades. Pero yo no me rendí. Con el apoyo de Lucía y mi papá, logré conseguir una audiencia con la jueza del pueblo.

El día del juicio temblaba de miedo. Daniel llegó con su mamá y un abogado caro; yo solo tenía a Lucía y al abogado del DIF.

La jueza escuchó ambas partes y luego me miró directo a los ojos:

—Señora Mariana, ¿por qué cree usted que merece estar con su hijo?

Sentí un nudo en la garganta pero respondí con toda la fuerza que me quedaba:

—Porque soy su madre. Porque nadie va a cuidarlo ni amarlo como yo lo hago. Porque aunque todos me den la espalda, él es lo único que tengo en este mundo.

La jueza guardó silencio unos segundos eternos antes de dictar su decisión: tendría derecho a ver a Emiliano dos veces por semana mientras se resolvía el caso.

Salí del juzgado llorando, pero esta vez eran lágrimas de alivio. Corrí al hospital donde Emiliano seguía recuperándose y cuando me vio entrar gritó:

—¡Mamá!

Lo abracé tan fuerte como pude y le prometí que nunca más lo dejaría solo.

Hoy sigo luchando por recuperar a mi hijo completamente. La herida sigue abierta, pero cada día encuentro fuerzas para seguir adelante. A veces me pregunto: ¿por qué es tan fácil culpar a una madre cuando algo sale mal? ¿Cuántas mujeres han vivido lo mismo en silencio?

¿Ustedes qué harían si les quitaran lo más importante por culpa del prejuicio? ¿Hasta dónde llegarían por sus hijos?