El Regreso de Mariana: Entre el Dolor y el Perdón

—¡No me sigas, mamá! ¡Déjame en paz! —gritó Mariana, su mochila colgando de un solo hombro, los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas.

Recuerdo ese momento como si fuera ayer. La puerta se cerró de golpe y el eco retumbó en mi pecho. Me quedé parada en medio del pasillo, con las manos temblorosas y el corazón hecho trizas. Mariana tenía apenas diecinueve años y ya sentía que el mundo le pertenecía. Yo solo quería protegerla, evitarle los golpes que la vida me dio a mí en mi juventud en Medellín, pero ella veía mi preocupación como una invasión.

Desde pequeña fue así: terca, valiente, desafiante. Cuando le decía que se pusiera el suéter porque la noche estaba fría, me respondía con ese tonito insolente: —No soy una niña, mamá. Déjame vivir.

Su padre, Julián, intentaba mediar. —Déjala, Lucía. Tiene que aprender sola. Pero yo no podía. No después de lo que viví con mi propia madre, que nunca estuvo para mí cuando más la necesité.

La adolescencia de Mariana fue una batalla constante. Se enamoró de Andrés, un muchacho mayor que ella, lleno de promesas vacías y sueños rotos. Yo veía en sus ojos la misma oscuridad que vi en los hombres que me hicieron daño. Le advertí una y otra vez:

—Ese muchacho no te conviene, hija. No quiero verte sufrir.

Pero Mariana solo se reía o me gritaba:

—¡No te metas en mi vida! ¡No soy como tú!

La casa se llenó de silencios pesados y discusiones a media noche. Julián se fue alejando poco a poco, refugiándose en el trabajo y en el aguardiente barato. Yo me quedé sola con mi angustia y con una hija que cada día parecía más lejana.

Hasta que un día Mariana no volvió a dormir a casa. Me pasé la noche en vela, mirando el reloj y rezando a la Virgen para que regresara sana y salva. Cuando por fin llegó al amanecer, tenía el labio partido y los ojos hinchados de llorar.

—¿Qué te pasó? —le pregunté, corriendo hacia ella.

—Nada —me respondió, apartando mi mano—. Me caí.

Sabía que mentía. Lo supe por la forma en que temblaba y por cómo evitaba mirarme a los ojos. Pero no quise presionarla más. Solo le preparé chocolate caliente y me senté a su lado en silencio.

Los meses siguientes fueron un infierno. Mariana iba y venía, cada vez más delgada, más triste. Yo intentaba acercarme, pero ella me rechazaba con palabras hirientes:

—No necesito tu ayuda. No soy débil como tú.

Hasta que una noche no volvió más. Pasaron semanas sin noticias suyas. Fui a la policía, recorrí hospitales, pregunté a sus amigas. Nadie sabía nada. Julián me culpó:

—Por tu culpa se fue. La asfixiaste con tus miedos.

Yo solo podía llorar y mirar su foto en la sala, preguntándome en qué fallé como madre.

Un año después, cuando ya había perdido la esperanza, Mariana regresó. Tocó la puerta una tarde lluviosa de septiembre. Estaba irreconocible: ojeras profundas, ropa sucia, una cicatriz nueva en la mejilla.

—¿Puedo pasar? —susurró con voz quebrada.

La abracé tan fuerte que pensé que se rompería entre mis brazos. Lloramos juntas largo rato, sin decir palabra.

Esa noche me contó todo: Andrés la había golpeado varias veces; la había dejado sola en otra ciudad sin dinero ni documentos; había dormido en casas de desconocidos y trabajado limpiando baños para sobrevivir. Nadie la ayudó porque todos pensaban que era otra joven rebelde perdida en las calles.

—Tenías razón, mamá —me dijo entre sollozos—. Pero yo no quería ser como tú: sumisa, callada…

Le acaricié el cabello y le respondí:

—No eres como yo ni como nadie. Eres Mariana y eso basta.

Desde entonces vivimos juntas otra vez, pero nada volvió a ser igual. Mariana apenas sale de su cuarto; tiene pesadillas todas las noches y desconfía hasta del sonido del timbre. Yo intento ayudarla: busqué terapia gratuita en el centro comunitario y hablé con una vecina abogada para ver cómo denunciar a Andrés.

Pero aquí en nuestro barrio nadie quiere meterse en problemas ajenos. Las mujeres callan por miedo o vergüenza; los hombres dicen que esas cosas pasan porque las mujeres «se lo buscan».

A veces Mariana me mira con esos ojos llenos de dolor y rabia contenida y siento que no sé cómo ayudarla. Me siento impotente ante tanta injusticia, ante una sociedad que sigue culpando a las víctimas y justificando a los agresores.

Una tarde, mientras lavábamos los platos juntas por primera vez en meses, Mariana rompió el silencio:

—¿Por qué nunca te fuiste tú también? ¿Por qué aguantaste tanto?

Me quedé pensando un largo rato antes de responderle:

—Porque tenía miedo… pero también porque no sabía que merecía algo mejor.

Ella asintió despacio y por primera vez vi un destello de esperanza en su mirada.

Ahora vivimos un día a la vez. Hay días buenos y días malos; días en los que Mariana sonríe y otros en los que vuelve a encerrarse en su cuarto durante horas. Yo sigo aquí, esperando pacientemente a que sane sus heridas y encuentre su propio camino.

A veces me pregunto si hice bien al intentar protegerla tanto… o si debí dejarla caer antes para que aprendiera sola. ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es posible sanar cuando todo parece perdido?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta cuándo debemos callar ante la violencia? Los leo…