Cuando mi hermana cruzó la puerta de mi casa, nunca imaginé que yo sería la extraña
—¿Por qué dejaste los platos sucios otra vez, Halina? —pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque sentía el temblor en mis manos.
Ella ni siquiera volteó desde el sofá, donde veía una novela mexicana a todo volumen. —Ay, Mariana, relájate. Si tanto te molesta, lávalos tú. Yo estoy cansada, ¿no ves?
En ese instante sentí que el aire se volvía más pesado en mi propia sala. ¿En qué momento mi casa dejó de ser mía? ¿Cuándo fue que mi hermana menor, la misma con la que compartí secretos bajo las sábanas en nuestra infancia en Puebla, se convirtió en una extraña que dictaba las reglas bajo mi techo?
Todo empezó hace seis meses, cuando Halina me llamó llorando desde Veracruz. Su esposo la había dejado y no tenía a dónde ir. «Solo será por unas semanas, Mariana, te lo juro», me dijo entre sollozos. No lo dudé ni un segundo. Siempre fuimos uña y carne, incluso cuando la vida nos llevó por caminos distintos. Yo me vine a Ciudad de México a trabajar como maestra, ella se casó joven y se quedó en el pueblo. Pero cada Navidad, cada cumpleaños, bastaba una mirada para saber que seguíamos siendo las mismas niñas que soñaban con viajar juntas a la playa.
La primera semana fue como volver a esos días. Cocinábamos juntas, nos reíamos de los chismes familiares, hasta lloramos viendo películas viejas. Pero pronto las cosas cambiaron. Halina empezó a traer amigos sin avisar, a dejar sus cosas por toda la casa, a usar mi ropa sin pedir permiso. Al principio lo dejé pasar. «Está pasando por un momento difícil», me repetía. Pero cada día sentía cómo mi espacio se hacía más pequeño.
Una noche llegué del trabajo y encontré a Halina y dos amigas suyas tomando tequila en mi cocina. Habían usado mi mejor vajilla y dejaron todo hecho un desastre. Cuando les pedí que bajaran la voz porque al día siguiente tenía clases temprano, Halina me miró como si yo fuera una intrusa.
—Ay, Mariana, ya no eres divertida como antes. ¿Qué te pasó?
Me dolió más de lo que quise admitir. ¿En qué momento me convertí en la hermana amargada? ¿Acaso estaba siendo injusta por querer un poco de paz en mi propia casa?
Las semanas se convirtieron en meses. Halina no buscaba trabajo, no aportaba para los gastos y cada vez era más difícil hablar con ella sin terminar discutiendo. Mi mamá llamaba seguido para preguntarme cómo estaba todo.
—Aguanta tantito más, hija —me decía—. Pobrecita tu hermana, está sufriendo mucho.
Pero nadie preguntaba cómo me sentía yo. Nadie veía cómo lloraba en silencio cada noche, sintiéndome culpable por desear que Halina se fuera.
Un viernes por la tarde, llegué temprano del trabajo con la esperanza de descansar. Al abrir la puerta, vi que Halina había organizado una fiesta sin avisarme. Había desconocidos bailando en mi sala, botellas vacías por todos lados y alguien vomitando en el baño.
—¡¿Qué es esto?! —grité sobre la música.
Halina apareció con una copa en la mano y una sonrisa torcida.
—Relájate, hermana. Es solo una fiesta. Tú antes eras la reina del baile.
Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. Salí corriendo al balcón y respiré hondo, tratando de no gritar ni llorar frente a todos esos extraños. Recordé cuando éramos niñas y Halina se escondía detrás de mí cuando papá levantaba la voz. Yo siempre fui su refugio. Pero ahora sentía que era yo quien necesitaba protección.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que había perdido: mi tranquilidad, mi espacio, incluso mi alegría. Al amanecer tomé una decisión.
Cuando Halina despertó al mediodía, todavía con resaca, la esperé en la cocina con dos tazas de café.
—Tenemos que hablar —le dije sin rodeos.
Ella rodó los ojos.—¿Otra vez vas a empezar?
—Sí —respondí—. Porque esta es mi casa y ya no puedo más. Te quiero mucho, Halina, pero necesito que busques otro lugar donde quedarte.
Por primera vez desde que llegó, vi miedo en sus ojos.
—¿Me estás echando? ¿Después de todo lo que hemos pasado?
—No te estoy echando —dije con voz temblorosa—. Te estoy pidiendo que respetes mi espacio y mi vida. No puedo seguir así.
Halina se levantó bruscamente y salió dando un portazo. Me quedé sola con el corazón hecho trizas y las manos frías alrededor de la taza de café.
Pasaron días sin hablarnos. Mi mamá me llamó llorando, diciendo que era cruel y egoísta. Mis tías me mandaron mensajes llenos de reproches: «La familia es lo más importante»; «Uno nunca abandona a una hermana»; «¿Ya olvidaste todo lo que hicieron tus padres por ustedes?».
Pero nadie entendía el peso de vivir con alguien que no respeta tus límites. Nadie veía las noches sin dormir ni el miedo constante a perderme a mí misma por no querer perder a mi hermana.
Finalmente Halina se fue a vivir con una amiga del trabajo. No nos despedimos bien; apenas un abrazo frío y unas palabras cortantes: «Ojalá nunca te veas sola como yo».
La casa volvió a ser mía, pero el silencio pesaba diferente. Extrañaba a mi hermana y al mismo tiempo sentía alivio por recuperar mi espacio.
A veces me pregunto si hice lo correcto. ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Dónde termina el amor y empieza el derecho a decir basta?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es egoísmo cuidar de uno mismo cuando se trata de alguien tan cercano?