Entre la Ropa Interior y el Orgullo: Así Me Convertí en Esposo

—¡Ponte la ropa interior y sal ya! En cinco minutos estoy abajo de tu edificio, Mariana— grité al teléfono, con la voz temblando entre la rabia y la desesperación. No sé qué me poseyó ese viernes por la noche, pero la broma salió de mi boca antes de que pudiera detenerme. Pensé que se reiría, como siempre hacía cuando le lanzaba mis tonterías. Pero esta vez, el silencio fue tan denso que sentí que podía cortarlo con un cuchillo.

—¿Cómo sabes que ando por el departamento sin nada?— susurró ella, con una mezcla de sorpresa y vergüenza. Ahí supe que había cruzado una línea, pero mi orgullo no me dejó retractarme. Mariana y yo llevábamos meses en ese tira y afloja absurdo, donde cada discusión era una batalla campal y cada reconciliación, una tregua frágil.

La conocí en la universidad de Guadalajara, en una fiesta donde todos bailaban cumbia menos nosotros. Ella se reía de mi torpeza para bailar y yo de su acento chilango. Desde entonces, nuestras vidas se entrelazaron entre risas, peleas y promesas rotas. Pero esa noche, todo cambió.

Bajó del edificio con el cabello revuelto y los ojos hinchados de tanto llorar. Llevaba una camiseta vieja y unos pantalones deportivos. Me miró con ese fuego en los ojos que siempre me desarmaba.

—¿Y ahora qué quieres, Emiliano? ¿Otra pelea? ¿O vienes a decirme que todo fue un chiste?

Me quedé callado. No sabía si abrazarla o pedirle perdón. Pero mi boca, traicionera como siempre, soltó otra estupidez:

—¿Te pusiste los calzones?

Mariana me lanzó una mirada asesina y se dio la vuelta para regresar al edificio. Corrí tras ella, la tomé del brazo y sin pensarlo le dije:

—Cásate conmigo.

No sé si fue el cansancio, el orgullo o el tequila barato que habíamos tomado antes, pero Mariana se detuvo en seco. Me miró como si estuviera loco.

—¿Estás idiota o qué? ¿Crees que esto es un juego?

—No es un juego. Estoy harto de pelear por tonterías. Si vamos a seguir juntos, hagámoslo bien. Cásate conmigo.

Ella soltó una carcajada amarga.

—¿Y si digo que sí?

—Nos casamos mañana mismo— respondí, sin pensarlo dos veces.

Al día siguiente, estábamos en el Registro Civil con dos testigos improvisados: mi primo Toño y su mejor amiga Lupita. Nadie entendía nada. Ni siquiera nosotros. Firmamos los papeles entre risas nerviosas y miradas incrédulas.

Cuando salimos del Registro Civil, mi mamá ya estaba llamando al celular:

—¡Emiliano! ¿Qué hiciste? ¿Cómo que te casaste sin avisar? ¿Y la boda? ¿Y la bendición del padre?

Mariana recibió una llamada similar de su mamá, doña Rosaura, quien casi se desmaya del coraje al enterarse que su hija se había casado «por un berrinche».

La noticia corrió como pólvora por toda la familia. Los WhatsApp no paraban de sonar: tías indignadas, primos curiosos, abuelas rezando para que «el demonio del orgullo» saliera de nuestros corazones.

La primera semana fue un infierno. Mariana lloraba todas las noches. Yo me refugiaba en el trabajo para no enfrentar el desastre que habíamos provocado. La presión familiar era insoportable. Mi papá me miraba con decepción y mi mamá no dejaba de repetir:

—El matrimonio es cosa seria, Emiliano. No es para andarse jugando.

Pero lo peor vino cuando intentamos vivir juntos en el pequeño departamento de Mariana. Descubrimos que no sabíamos convivir más allá de las citas y las peleas telefónicas. Mariana era obsesiva con el orden; yo era un desastre total. Ella quería desayunar jugo verde y yo tamales con atole. Cada mañana era una batalla campal por el baño, la cocina y hasta por el control remoto.

Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, Mariana explotó:

—¡Esto no está funcionando! Nos casamos por orgullo y ahora estamos pagando las consecuencias.

Me senté en el sofá, derrotado.

—¿Y si intentamos hacerlo bien?— le pregunté con voz baja.—¿Y si dejamos el orgullo a un lado y aprendemos a ser pareja?

Mariana me miró largo rato antes de sentarse a mi lado.

—¿Sabes qué es lo peor? Que te amo aunque seas un necio.

Nos abrazamos llorando como niños perdidos. Esa noche hicimos las paces y prometimos intentarlo de verdad.

Pero la vida no es una telenovela donde todo se resuelve con un beso. Las semanas siguientes fueron una montaña rusa de emociones: terapia de pareja, cenas familiares incómodas donde todos nos miraban como si fuéramos extraterrestres, y mil intentos fallidos de encontrar un equilibrio entre nuestras diferencias.

Un día, mi suegra llegó sin avisar al departamento. Nos encontró discutiendo por la lista del súper.

—¡Ya basta!— exclamó doña Rosaura.—Si van a estar juntos, aprendan a ceder. El matrimonio es paciencia, no orgullo ni capricho.

Sus palabras me calaron hondo. Recordé a mis abuelos en Michoacán, quienes llevaban más de cincuenta años juntos a pesar de todo. Ellos siempre decían que el amor no es suficiente; hace falta humildad para pedir perdón y valentía para cambiar.

Poco a poco fuimos aprendiendo a ceder: Mariana aceptó desayunar tamales los domingos y yo aprendí a tomar jugo verde entre semana (aunque todavía lo odio). Empezamos a reírnos de nuestras peleas absurdas y a buscar soluciones en vez de culpables.

Un año después de aquella boda improvisada, organizamos una fiesta sencilla en el patio de la casa de mis papás. Esta vez sí hubo bendición del padre, mariachi y hasta pastel de tres leches. Nuestras familias finalmente entendieron que nuestro matrimonio no fue un error sino una lección sobre el amor verdadero: ese que se construye día a día entre errores, risas y lágrimas.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo fácil que es dejarse llevar por el orgullo y lo difícil que es pedir perdón. Pero también sé que vale la pena luchar por quien amas, aunque todo haya empezado con una broma sobre ropa interior.

A veces me pregunto: ¿cuántos matrimonios nacen del orgullo y cuántos sobreviven gracias a la humildad? ¿Ustedes qué piensan? ¿El amor puede más que el orgullo?