No vuelvas, nieto…
—¡No vuelvas más, nieto…! —La voz de mi abuela, apenas un susurro, cortó el aire cálido de la tarde como un cuchillo. Me detuve en seco, la mochila colgando floja de mi hombro, y sentí cómo el corazón me daba un vuelco. ¿Por qué me decía eso justo ahora, después de una semana en su casa, donde todo parecía tan sencillo, tan limpio, tan lleno de recuerdos felices?
—¿Por qué, abuela? —pregunté, intentando que no se me quebrara la voz. Mi abuelo, sentado en su sillón de mimbre bajo el limonero, ni siquiera levantó la vista del mate que cebaba con manos temblorosas.
Ella se secó las manos en el delantal y miró hacia el suelo de tierra apisonada. —Porque aquí no hay nada para vos, hijo. Porque este pueblo no es lo que era… y porque hay cosas que es mejor no remover.
Me quedé parado en el umbral, sintiendo el olor a pan recién horneado mezclado con el aroma terroso del patio. Recordé cómo, apenas una semana antes, había llegado desde la ciudad buscando refugio tras una pelea con mi madre. Aquí, en este rincón perdido de Jujuy, todo parecía más fácil: las tardes de lluvia bajo el alero, las historias de mi abuelo sobre cuando era joven y trabajaba en los cañaverales, las risas de los vecinos que venían a tomar mate y a jugar al truco.
Pero ahora mi abuela me echaba. Y yo no entendía por qué.
—¿Es por lo que pasó con mamá? —aventuré, recordando la discusión que había tenido con ella antes de venir. Mi madre siempre decía que el pueblo era un lugar lleno de fantasmas y que la familia escondía más secretos que santos en la iglesia.
La abuela negó con la cabeza. —No es eso, hijo. Es… —Su voz se quebró y vi cómo una lágrima le surcaba la mejilla arrugada. —Es por lo que pasó hace muchos años. Por lo que nadie quiere recordar.
El abuelo levantó la vista entonces y sus ojos grises se clavaron en los míos. —No insistas, Tomás. Hay historias que es mejor dejar enterradas.
Pero yo no podía irme así. No después de sentirme tan bienvenido, tan protegido. No después de haber sentido, por primera vez en años, que pertenecía a algún lugar.
Esa noche no dormí. Me quedé escuchando los grillos y el murmullo lejano del río. Al amanecer, salí al patio y encontré a mi abuela sentada junto al horno de barro.
—Abuela —dije suavemente—. Si no me decís la verdad, nunca voy a entender por qué me echás.
Ella suspiró y me hizo señas para que me sentara a su lado.
—Cuando tu mamá era chica —empezó—, aquí pasaron cosas feas. Cosas que nadie quiere recordar porque duelen demasiado. Tu tío Ernesto…
Se detuvo y miró hacia el horizonte, donde el sol empezaba a teñir de naranja los cerros.
—¿Qué pasó con el tío Ernesto? —pregunté. Siempre había escuchado su nombre en susurros, como si fuera un pecado nombrarlo.
—Tu tío desapareció una noche. Nadie supo nunca qué le pasó. Algunos dicen que se fue con los contrabandistas al otro lado de la frontera; otros… otros creen que fue culpa nuestra por no haberlo cuidado lo suficiente.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé las fotos viejas en el aparador: un joven sonriente con los ojos claros como los míos.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
La abuela me miró con una tristeza infinita.
—Porque desde entonces este pueblo cambió. La gente empezó a desconfiar unos de otros. Tu mamá nunca pudo perdonarnos… ni perdonarse a sí misma. Y yo… yo no quiero que vos te quedes atrapado aquí como nosotros.
El abuelo apareció entonces, apoyándose en su bastón.
—Tu abuela tiene razón —dijo con voz ronca—. Este lugar está lleno de recuerdos que pesan demasiado. Vos sos joven, Tomás. Tenés que hacer tu vida lejos de acá.
Me levanté bruscamente.
—¿Y si yo quiero quedarme? ¿Y si quiero saber la verdad?
El abuelo me miró largo rato antes de responder:
—La verdad no siempre trae paz, hijo. A veces solo trae más dolor.
Salí corriendo hacia el río. Necesitaba pensar, aclarar mi cabeza. El agua corría rápida entre las piedras y sentí ganas de gritarle al mundo entero lo injusto que era todo esto.
Recordé cuando era chico y venía cada verano al pueblo. Cómo jugaba con los otros niños hasta que caía la noche y mi abuela nos llamaba a cenar. Cómo mi mamá se ponía triste cada vez que pasábamos frente a la casa abandonada al final del camino.
De pronto entendí: ese era el lugar donde había vivido mi tío Ernesto antes de desaparecer.
Volví corriendo a casa y le pedí a mi abuela la llave de la casa vieja.
—No vayas ahí —me advirtió—. No hay nada bueno esperándote.
Pero yo ya había tomado una decisión.
La casa estaba cubierta de polvo y telarañas. En una esquina encontré una caja llena de cartas y fotos antiguas. Empecé a leerlas y descubrí una historia muy distinta a la que siempre me habían contado: cartas de amor prohibido entre mi tío Ernesto y un joven del pueblo vecino; amenazas anónimas; miedo; silencio.
De repente todo tuvo sentido: Ernesto no había desaparecido por accidente ni por voluntad propia. Lo habían obligado a irse porque su amor era considerado una vergüenza para la familia y para el pueblo entero.
Salí temblando de la casa y enfrenté a mis abuelos.
—¿Por qué nunca me dijeron la verdad? ¿Por qué dejaron que mamá creciera pensando que fue culpa suya?
Mi abuela rompió a llorar y mi abuelo bajó la cabeza avergonzado.
—Éramos jóvenes —dijo él—. Teníamos miedo del qué dirán…
Esa tarde hice las valijas para volver a la ciudad. Abracé fuerte a mis abuelos, pero ya nada era igual entre nosotros.
En el colectivo de regreso miré por la ventana mientras el pueblo se alejaba entre el polvo del camino. Sentí rabia, tristeza… pero también una extraña sensación de alivio por haber descubierto la verdad.
Ahora sé quién soy y de dónde vengo, aunque duela.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el miedo y los prejuicios destruyan familias enteras? ¿Cuántos secretos más seguirán enterrados en los pueblos de Latinoamérica?