Veinticinco años a su sombra: El precio invisible del sacrificio
—¿Sabes qué, Lucía? Creo que ya no somos los mismos. Ya no encajamos —me dijo Andrés, sin mirarme a los ojos, mientras guardaba su laptop en el maletín de cuero que le regalé hace años, cuando apenas soñábamos con tener una oficina propia.
Sentí que el aire se volvía denso, como si la sala de nuestro pequeño departamento en Buenos Aires se encogiera de golpe. Afuera, los bocinazos y el bullicio de la ciudad seguían su curso, indiferentes a mi mundo que se desmoronaba. ¿Cómo podía decirme eso después de veinticinco años? ¿Después de tantas noches sin dormir, de cuentas por pagar, de sueños compartidos?
Recuerdo la primera vez que Andrés llegó a casa con la idea de abrir su propio negocio. Yo estaba embarazada de nuestra hija, Camila, y apenas alcanzábamos para el alquiler y la comida. Pero él tenía esa mirada decidida, esa chispa que siempre me hizo creer en él. —Vos podés, Andrés —le dije—. Yo te ayudo en lo que necesites. Y así fue: me convertí en su secretaria, su contadora, su psicóloga y hasta su chofer cuando hacía falta. Dejé mi trabajo en la biblioteca porque «alguien tenía que cuidar a Camila» y porque «la familia es primero».
Los años pasaron entre facturas, mates fríos y noches largas revisando números. Cuando la empresa empezó a crecer, Andrés se rodeó de gente nueva: socios, empleados jóvenes, amigos con autos importados y esposas que parecían salidas de una revista. Yo seguía ahí, detrás del mostrador o en casa, asegurándome de que todo funcionara. Nadie veía mi esfuerzo; ni siquiera él.
—No te preocupes, Lucía —me decía mi suegra—. Así son los hombres: necesitan sentirse importantes. Vos hacé tu parte y todo va a estar bien.
Pero no estaba bien. Empecé a notar cómo Andrés se alejaba. Ya no me contaba sus problemas ni me pedía consejo. Las cenas familiares se volvieron silenciosas; Camila se refugiaba en sus auriculares y yo en mis pensamientos. Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Andrés hablando por teléfono en voz baja:
—No te preocupes, mañana le digo. Ya es hora de que cada uno siga su camino.
Sentí un frío en el estómago. ¿A quién le hablaba? ¿A una socia? ¿A otra mujer? No quise preguntar; tenía miedo de la respuesta.
El día que Andrés me dijo que ya no encajábamos fue el mismo día en que firmó un contrato millonario con una empresa extranjera. Lo vi celebrar con sus nuevos amigos en el living, brindando con whisky caro mientras yo servía empanadas y trataba de sonreír. Nadie me preguntó cómo estaba; nadie notó mis manos temblorosas.
Esa noche, después de que todos se fueron, me senté frente al espejo del baño y me miré por primera vez en años. ¿Quién era esa mujer con ojeras profundas y mirada cansada? ¿En qué momento dejé de ser Lucía para convertirme solo en «la esposa de Andrés»?
Al día siguiente, Camila me encontró llorando en la cocina.
—Mamá, ¿qué pasa?
—Nada, hija. Solo estoy cansada.
—¿Cansada de qué? ¿De papá?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a mi hija que el amor también se desgasta cuando solo una persona lo sostiene?
Andrés empezó a llegar cada vez más tarde. Un día, encontré un recibo de hotel en su chaqueta. No quise armar un escándalo; preferí callar y fingir que no pasaba nada. Así nos educaron: las mujeres aguantan por la familia.
Pero una tarde, mientras preparaba milanesas para la cena, Camila se acercó y me abrazó fuerte.
—Mamá, vos también tenés derecho a ser feliz.
Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Y si tenía razón? ¿Y si mi vida no debía reducirse a ser la sombra de alguien más?
Esa noche enfrenté a Andrés.
—¿Hay otra mujer?
Él bajó la mirada y no respondió. El silencio lo dijo todo.
Lloré durante horas, pero algo dentro mío cambió. Por primera vez en mucho tiempo sentí rabia, pero también una extraña sensación de alivio. Ya no tenía que fingir ni cargar sola con el peso del matrimonio.
Decidí buscar trabajo otra vez. Volví a la biblioteca del barrio donde había trabajado antes de casarme. Al principio fue difícil; sentía vergüenza y miedo al qué dirán. Pero poco a poco fui recuperando mi voz, mis sueños, mi dignidad.
Camila me apoyó en todo momento. —Estoy orgullosa de vos, mamá —me dijo un día—. Sos más fuerte de lo que pensás.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que perdí por poner siempre a los demás primero. Pero también veo lo que gané: una nueva oportunidad para ser yo misma.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven a la sombra de alguien sin darse cuenta? ¿Cuándo aprenderemos a valorarnos primero nosotras mismas? ¿Ustedes qué piensan?