Nieve y Esperanza: El Día que Rescaté a Kira del Tejado
—¡Mamá, mira! ¡Un gatito! —gritó Camila, apretando mi mano con fuerza mientras salíamos de la panadería. El aire cortaba como cuchillas y el cielo ya se teñía de violeta sobre las casas bajas de Villa Lugano. Yo llevaba la bolsa con las medialunas y la nieve —ese pan dulce relleno que tanto le gustaba— cuando escuché el maullido agudo, casi un grito de auxilio, que venía desde lo alto.
Me detuve en seco. Camila tironeó de mi campera, señalando el techo oxidado del almacén de Don Ernesto. Allí, encaramada entre las tejas rotas y el alambre de púas, una pequeña gata blanca temblaba de frío y miedo. Sus ojos enormes brillaban bajo la luz mortecina del farol.
—¿La podemos ayudar, mami? —preguntó Camila, con esa mezcla de inocencia y urgencia que sólo tienen los niños.
Miré alrededor. Nadie parecía notar el drama sobre sus cabezas. La gente pasaba apurada, con las bolsas del súper o los chicos de la mano, esquivando los charcos helados y los autos que rugían por la avenida. Sentí una punzada en el pecho: ¿cuántas veces había pasado yo misma así, ignorando el dolor ajeno porque la vida no me daba tregua?
—Vamos a intentarlo —le dije, aunque no tenía idea de cómo subir a ese techo ni si era seguro hacerlo. Pero algo en la mirada de Camila me hizo entender que no podía fallarle.
Entramos al almacén. Don Ernesto estaba acomodando cajones de verduras. Su cara arrugada se iluminó al vernos.
—¡Hola, chicas! ¿Qué se les ofrece?
—Don Ernesto, hay una gatita atrapada en su techo —le expliqué—. ¿Nos puede ayudar a bajarla?
Él suspiró, mirando hacia arriba como si pudiera ver a través del techo.
—Esa gata apareció hace unos días. Nadie sabe de dónde vino. Yo le dejo comida, pero no se deja agarrar. Y ese techo… está medio podrido. Hay que tener cuidado.
Mi corazón latía fuerte. Pensé en mi esposo, en cómo él habría sabido qué hacer. Pero hacía dos años que se había ido a buscar trabajo a Chile y nunca más volvió. Desde entonces, todo era cuesta arriba: el alquiler, las cuentas, las peleas con mi suegra por el dinero que nunca alcanzaba.
—¿Podemos usar su escalera? —pregunté, tratando de sonar más valiente de lo que me sentía.
Don Ernesto dudó un momento y luego asintió. Salimos al patio trasero; el frío era aún más intenso allí. Mientras él traía la escalera, Camila me miró con ojos llenos de esperanza.
—¿Y si se cae, mami?
—No va a pasar nada —le aseguré, aunque por dentro temblaba como la gata.
Subí peldaño a peldaño, sintiendo cómo el viento me azotaba la cara y el miedo me apretaba el estómago. Cuando llegué arriba, vi a la gata encogida junto a una chimenea rota. Extendí la mano despacio.
—Tranquila, chiquita… No te voy a hacer daño —susurré.
Ella retrocedió un poco, pero no tenía a dónde ir. Saqué un pedazo de nieve del bolsillo y lo acerqué a su hocico. Olió el pan con desconfianza y luego dio un pequeño mordisco. Aproveché ese momento para agarrarla con suavidad pero firmeza.
El descenso fue eterno. Sentía que cada paso podía ser el último si la escalera se movía o si la gata se asustaba y me arañaba. Pero llegué abajo sana y salva, con la gata apretada contra mi pecho y Camila saltando de alegría.
—¡La salvaste, mami! ¡Eres una heroína! —gritó ella, abrazándome fuerte.
Don Ernesto sonrió y nos invitó a pasar para calentarnos con un mate. Mientras tanto, la gata —a quien Camila bautizó Kira— se acurrucó en mi regazo y empezó a ronronear tímidamente.
Esa noche llevamos a Kira a casa. Mi suegra refunfuñó al verla:
—¿Otra boca más para alimentar? ¿No ves que apenas tenemos para nosotras?
Sentí rabia e impotencia. Pero Camila se interpuso:
—Abuela, Kira no come mucho… Y nos va a cuidar de los ratones.
La vieja bufó pero no dijo más. Yo sabía que tenía razón: cada peso contaba. Había días en que sólo comíamos arroz con huevo o polenta aguada porque no alcanzaba para carne o leche. Pero ver a Camila tan feliz valía cualquier sacrificio.
Los días siguientes fueron difíciles. Kira estaba débil y asustada; apenas comía y se escondía bajo la cama cuando alguien entraba al cuarto. Yo también me sentía así muchas veces: invisible, temerosa del futuro, sola en una ciudad inmensa donde nadie parecía escuchar mis propios maullidos de auxilio.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio comunal, escuché a las vecinas murmurar:
—Dicen que tu marido anda con otra allá en Chile… Que por eso no manda plata —dijo una.
Sentí cómo se me encendían las mejillas. Quise gritarles que no sabían nada, que cada día esperaba una llamada o un mensaje que nunca llegaba. Pero sólo apreté los dientes y seguí restregando las sábanas hasta que los nudillos me dolieron.
Esa noche lloré en silencio mientras acariciaba a Kira. Ella ronroneó y se acurrucó junto a mí como si entendiera todo el dolor guardado en mi pecho.
Con el tiempo, Kira fue ganando confianza. Empezó a dormir con Camila y a seguirme por toda la casa. Un día cazó un ratón enorme en la cocina; mi suegra no pudo evitar sonreírle y hasta le sirvió un poco de leche en un platito viejo.
Pero los problemas económicos seguían apretándonos como una soga al cuello. Un viernes recibí una carta del dueño del departamento: si no pagábamos el alquiler atrasado en una semana, nos echaría a la calle.
Esa noche discutí fuerte con mi suegra:
—¡No puedo más! ¡Hago lo que puedo! Trabajo limpiando casas todo el día y ni así alcanza…
Ella lloró también:
—Yo tampoco puedo más… Extraño a mi hijo… No sé qué hicimos mal…
Nos abrazamos entre sollozos mientras Camila dormía abrazada a Kira en su cama improvisada de frazadas.
Al día siguiente fui al comedor comunitario del barrio para pedir ayuda. Allí conocí a Marta, una mujer fuerte que organizaba ollas populares y talleres para mujeres solas como yo.
—No estás sola —me dijo Marta—. Juntas podemos salir adelante.
Empecé a ir todos los sábados al comedor con Camila y Kira (que ya era la mascota oficial del lugar). Allí aprendí a hacer pan casero para vender y conseguí algunas changas extra limpiando oficinas.
Poco a poco, las cosas empezaron a mejorar. Pagamos el alquiler atrasado gracias a una colecta entre las vecinas; mi suegra empezó a ayudar en el comedor y hasta sonreía más seguido. Camila volvió a reír como antes y Kira se convirtió en símbolo de esperanza para todas nosotras: si ella había sobrevivido al frío y al miedo del tejado, ¿por qué nosotras no podríamos salir adelante?
Hoy escribo esto mientras Kira duerme sobre mis piernas y Camila dibuja corazones en su cuaderno para regalárselos mañana a sus amigas del comedor.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces ignoramos los maullidos de auxilio porque estamos demasiado ocupados sobreviviendo? ¿Y si todos nos animáramos a tender una mano —o una escalera— cuando alguien lo necesita? Tal vez así este mundo sería un poquito menos frío.