Mi hija siempre dijo que no quería ser madre. Ahora me pide ayuda y no sé si podré soportarlo

—Mamá, por favor… no puedo sola. Ayúdame.

La voz de Camila temblaba al otro lado del teléfono. Eran las dos de la madrugada y la lluvia golpeaba fuerte contra las ventanas de mi pequeño departamento en el centro de Medellín. Me senté en la cama, el corazón latiéndome con fuerza, y por un momento sentí que el tiempo se detenía. ¿Cómo podía ser que mi hija, la misma que durante años me repetía “yo no nací para ser mamá”, ahora me suplicara ayuda con su bebé recién nacido?

Recuerdo perfectamente la primera vez que Camila me lo dijo, tenía apenas diecisiete años y acabábamos de regresar del entierro de mi madre. Yo lloraba en silencio en la cocina, y ella se acercó, me abrazó y susurró: “Mamá, yo nunca voy a tener hijos. No quiero pasar por esto”. En ese momento sentí una punzada de dolor, pero con los años aprendí a aceptar su decisión. Incluso llegué a defenderla frente a las tías y vecinas que no dejaban de preguntar: “¿Y para cuándo los nietos?”

Pero ahora todo era distinto. Camila estaba sola, el padre del bebé desapareció apenas supo del embarazo y yo… yo tenía miedo. Miedo de no estar a la altura, miedo de repetir los errores que cometí con ella, miedo de enfrentarme a mis propios fantasmas.

—¿Qué pasó, hija? —pregunté con voz ronca.

—No puedo dormir, mamá. El niño llora todo el tiempo, no sé qué hacer. Me siento una inútil… —su voz se quebró y sentí cómo mi corazón se partía en mil pedazos.

Me vestí a toda prisa y salí bajo la lluvia. El taxi parecía avanzar lento entre las calles mojadas y oscuras. Recordé cuando Camila era pequeña y yo trabajaba doble turno en la panadería para poder pagarle el colegio. Siempre me reproché no haber estado más presente, pero ella creció fuerte, independiente… o eso creía yo.

Al llegar a su apartamento en Bello, la encontré sentada en el suelo, abrazando al bebé envuelto en una cobija azul. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar.

—Mamá… —me miró como si yo fuera su única salvación.

Me arrodillé junto a ella y tomé al niño en brazos. Sentí su cuerpecito temblar y recordé el olor de Camila cuando era bebé. Por un instante, todo el resentimiento y la culpa desaparecieron. Solo quedábamos ella, su hijo y yo.

—Tranquila, hija. Vamos a salir adelante —le dije, aunque no estaba segura de creerlo.

Los días siguientes fueron una mezcla de cansancio extremo y momentos de ternura inesperada. Camila apenas comía, se culpaba por todo: por no poder amamantar bien al niño, por sentirse abrumada, por haber traído un hijo al mundo sin estar preparada.

Una tarde, mientras preparaba una sopa en la pequeña cocina, escuché a Camila llorar en el baño. Me acerqué despacio y la encontré sentada en el piso frío, abrazando sus rodillas.

—No puedo más, mamá. No soy como tú… nunca quise esto —sollozaba.

Me senté junto a ella y le acaricié el cabello como hacía cuando era niña.

—Yo tampoco estaba preparada cuando naciste —le confesé—. Tenía miedo todo el tiempo. Pero aprendí contigo… aprendí a ser mamá porque te tenía a ti.

Camila me miró sorprendida. Por primera vez vi en sus ojos algo más que angustia: vi esperanza.

Las semanas pasaron y poco a poco fuimos encontrando un ritmo. Yo cuidaba al bebé mientras Camila dormía unas horas o salía a caminar para despejarse. A veces discutíamos; ella me gritaba que no entendía su dolor, que yo había elegido ser madre y ella no. Yo le respondía que nadie está realmente preparado para criar a otro ser humano.

Una noche, mientras arrullaba al niño en mis brazos, Camila se acercó y me dijo en voz baja:

—Gracias por quedarte conmigo… aunque sé que esto no era lo que esperabas para mí.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué esperaba realmente? ¿Una hija feliz según mis propios sueños? ¿O una mujer capaz de decidir su propio destino?

En el barrio comenzaron los rumores: que si Camila estaba deprimida, que si yo era demasiado blanda con ella, que si el niño iba a crecer sin padre… Las miradas de las vecinas pesaban más que cualquier reproche familiar. Una tarde, mi hermana Lucía vino a visitarnos y no pudo evitar decir:

—Esto te pasa por consentirla tanto. Si desde pequeña le hubieras enseñado disciplina…

No respondí. Solo apreté la mano de Camila bajo la mesa.

El tiempo fue sanando algunas heridas y abriendo otras nuevas. Aprendí a escuchar sin juzgar; aprendí que el amor de madre no siempre es suficiente para curar todos los dolores, pero sí puede ser un refugio cuando todo parece derrumbarse.

Hoy miro a Camila jugar con su hijo en el parque y me pregunto si algún día dejará de sentirse culpable por no haber querido ser madre desde el principio. Yo tampoco sé si podré perdonarme por los errores del pasado o por los miedos del presente.

¿Será posible romper el ciclo de culpa y expectativas que nos impone la sociedad? ¿Cuántas madres e hijas viven atrapadas entre lo que desean y lo que otros esperan de ellas? Ojalá alguien allá afuera tenga una respuesta…