Sueños rotos y un milagro de Año Nuevo
—¿Otra vez te vas, Javi? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma a café recalentado y pan dulce. Yo apenas podía mirarla a los ojos. Era 31 de diciembre y, como cada fin de año, la casa en Villa Mercedes se llenaba de nostalgia y promesas incumplidas.
—Mamá, no es tan fácil. Sabés que Lucía vive en Buenos Aires, y yo… —me detuve, tragando saliva—. Yo la amo.
Ella suspiró, limpiándose las manos en el delantal. —¿Y ella? ¿Te ama igual? Porque desde acá parece que solo venís cuando ella te llama.
Sentí el golpe de sus palabras como una bofetada. Tenía razón. Lucía y yo llevábamos más de un año juntos, pero nuestras citas eran tan escasas que podía marcarlas en el calendario con rojo, como si fueran feriados nacionales. Ella trabajaba en una agencia de publicidad en Capital, y yo seguía en el taller mecánico de mi viejo, arreglando autos y soñando con una vida distinta.
Esa noche, mientras los fuegos artificiales explotaban en el cielo y los vecinos brindaban en la vereda, yo estaba sentado en la cama mirando el celular. Lucía me había prometido que este Año Nuevo decidiríamos quién se mudaba por fin: si ella venía al pueblo o yo me animaba a dejar todo e irme a la ciudad.
El mensaje llegó pasadas las doce:
“Feliz año, Javi. Lo pensé mucho… No puedo dejar mi trabajo ahora. Te extraño, pero no sé si esto tiene sentido. Perdón.”
Sentí que el mundo se me caía encima. Salí al patio, donde mi hermana menor, Sofi, jugaba con las bengalas.
—¿Qué te pasa? —preguntó, notando mis ojos vidriosos.
—Nada, cosas de grandes —mentí.
Pero esa noche no dormí. Me quedé mirando las luces lejanas de la ciudad, preguntándome si alguna vez iba a salir de ese pueblo donde todos sabían tu nombre y tus fracasos.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi viejo me miraba con lástima; mi vieja apenas me hablaba. En el taller, los clientes preguntaban por Lucía como si fuera parte del inventario perdido.
Una tarde calurosa de enero, mientras arreglaba una camioneta desvencijada, escuché una voz conocida:
—¿Tenés tiempo para mirar mi auto?
Era Camila, mi amiga de la secundaria. Hacía años que no la veía; se había ido a Córdoba a estudiar medicina y solo volvía para las fiestas.
—Para vos siempre tengo tiempo —le respondí, intentando sonreír.
Nos sentamos bajo la sombra del paraíso y hablamos durante horas. Le conté lo de Lucía; ella me contó que su papá estaba enfermo y que había vuelto para cuidarlo. Por primera vez en semanas sentí que alguien realmente me escuchaba.
Esa noche Camila me mandó un mensaje: “No te encierres. Vení mañana a casa, hacemos asado con mi familia.”
Fui sin pensarlo mucho. Su mamá me abrazó como si fuera uno más; su papá me preguntó por el taller y hasta Sofi se prendió al truco con nosotros. Entre risas y anécdotas viejas, sentí algo parecido a la paz.
Los días pasaron y Camila se volvió parte de mi rutina: mate en la plaza, charlas eternas sobre lo que soñábamos de chicos y lo que habíamos perdido por el camino. Una tarde me animó:
—¿Por qué no te vas a Buenos Aires igual? No por Lucía, sino por vos. Tenés talento para los motores; allá podrías crecer.
La idea me daba miedo. ¿Y si fracasaba? ¿Y si nadie me esperaba?
Pero algo dentro mío empezó a cambiar. Empecé a buscar cursos online, a mandar currículums a talleres porteños. Mi familia al principio no lo entendía:
—¿Vas a dejar todo por una ciudad que ni conocés? —me reprochó mi viejo.
—No es por una ciudad —le respondí—. Es por mí.
El 15 de marzo recibí un llamado: un taller grande en Avellaneda quería entrevistarme. Camila me acompañó hasta la terminal; Sofi lloraba abrazada a mi cintura.
—No te olvides de nosotros —me dijo mi mamá antes de subir al micro.
El viaje fue largo y silencioso. Al llegar, el ruido de la ciudad me abrumó; extrañé el olor a tierra mojada después de la lluvia en Villa Mercedes. Pero cuando entré al taller y vi los autos alineados, sentí que estaba donde debía estar.
La entrevista fue bien; empecé como ayudante, pero pronto me dieron más responsabilidades. Alquilé una pieza chiquita en Lanús; los primeros meses fueron duros: extrañaba a mi familia, a Camila, hasta las peleas con mi viejo.
Un día recibí un mensaje inesperado:
“Hola Javi. Sé que no tengo derecho a pedirte nada… pero extraño hablar con vos.”
Era Lucía. Dudé antes de responderle. Nos encontramos en un café del centro; estaba igual que siempre: hermosa y apurada.
—Perdón por cómo terminé todo —me dijo—. No supe manejarlo.
—Yo tampoco —admití—. Pero ahora estoy bien… Estoy empezando algo nuevo.
Nos despedimos con un abrazo largo y triste. Supe entonces que había cerrado un ciclo.
Con el tiempo hice amigos nuevos; aprendí a moverme entre colectivos y subtes; hasta empecé a ahorrar para traer a Sofi de visita. Camila y yo seguimos hablando todos los días; su papá mejoró y ella volvió a Córdoba, pero nuestra amistad se hizo más fuerte.
Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento, mientras afuera llueve sobre el asfalto caliente. Pienso en todo lo que perdí y todo lo que gané desde aquella noche de Año Nuevo en Villa Mercedes.
A veces los sueños se rompen para darnos espacio a otros nuevos. ¿Cuántas veces dejamos pasar oportunidades por miedo o por aferrarnos a lo conocido? ¿Y si el verdadero milagro es animarse a empezar otra vez?