Toda mi vida para ellos: ¿y ahora quién soy yo?

—¿Y ahora qué, Lucía? —me pregunté en voz alta, sentada en la cocina vacía, con el eco de mi propia voz rebotando en las paredes. El reloj marcaba las seis de la tarde, la hora en que solía preparar el café para mamá y papá. Pero ya no había café que preparar, ni risas que escuchar, ni quejas sobre el calor tapatío que se colaba por las ventanas.

Nunca imaginé que mi vida terminaría así: sola, a los sesenta y dos años, en la misma casa donde nací y donde, sin darme cuenta, fui dejando atrás mis sueños. No tengo hijos. Nunca me casé. No porque no quisiera, sino porque siempre había algo más urgente, más importante. Todo empezó cuando tenía veinticuatro años y papá enfermó del corazón. Mamá no podía con todo sola, así que regresé a casa «por un rato». Ese rato se convirtió en casi cuarenta años.

Recuerdo la primera vez que sentí el peso de la renuncia. Fue una tarde de agosto. Mi amiga Verónica me llamó:

—¡Lucía! Vente a la playa con nosotras este fin de semana. ¡Te va a hacer bien!

Miré a mamá, que batallaba con la presión de papá y la lista interminable de medicamentos.

—No puedo, Vero. Mi papá está delicado y mamá me necesita.

—Siempre hay algo, Lucía. ¿Y tú cuándo?

No supe qué responderle. Colgué y sentí una punzada en el pecho. Pero me convencí de que hacía lo correcto. «La familia es primero», me repetía mamá cada vez que yo insinuaba querer salir o buscar trabajo fuera de Guadalajara.

Los años pasaron entre hospitales del IMSS, recetas médicas y noches en vela. Mis hermanos, Javier y Patricia, se fueron a Monterrey y a Querétaro respectivamente. Venían en Navidad o cuando había alguna emergencia grave, pero el día a día era mío. Yo era la hija soltera, la que «tenía tiempo» para cuidar a los viejos.

A veces discutía con Javier por teléfono:

—No es justo que todo caiga sobre ti, Lucía —me decía—. ¿Por qué no contratas a alguien?

—¿Y con qué dinero, Javier? Además, mamá no quiere extraños en la casa.

—Pero tú también tienes derecho a vivir tu vida.

—Esta es mi vida —le respondía, aunque en el fondo no estaba tan segura.

Hubo momentos hermosos, claro: las tardes de lotería con mamá, las historias de papá sobre su infancia en Tepic, los domingos de pozole y risas. Pero también hubo mucho cansancio, frustración y soledad. Mis amigas se casaron, tuvieron hijos, viajaron. Yo aprendí a distinguir entre los diferentes tipos de tos de papá y a leer los silencios de mamá cuando algo le preocupaba.

Cuando papá murió hace cinco años, sentí que el mundo se me venía abajo. Mamá se apagó poco a poco después de eso. Su partida hace tres meses fue como si me arrancaran una parte del alma. Y ahora estoy aquí, rodeada de fotos viejas y muebles polvorientos, preguntándome quién soy sin ellos.

A veces salgo al mercado de San Juan de Dios solo para escuchar voces humanas y sentirme parte del bullicio de la ciudad. La señora que vende flores me reconoce:

—¿Cómo sigue su mamá?

—Ya falleció —respondo bajito.

Ella me mira con compasión y me regala un ramito de albahaca.

En las noches el silencio es tan denso que me cuesta respirar. Me acuesto temprano solo para no pensar demasiado. Los domingos son los peores: antes cocinaba para los tres y ahora apenas si tengo ganas de prepararme un café soluble.

Hace poco encontré una caja con cartas mías de juventud: sueños de viajar a Buenos Aires, estudiar literatura en la UNAM, aprender francés… Me leí como si fuera otra persona. ¿En qué momento dejé de ser esa Lucía?

Patricia me llama cada semana desde Querétaro:

—Ven a visitarnos unos días —me insiste—. Te va a hacer bien cambiar de aire.

Pero no sé cómo ser huésped en otra casa. No sé cómo ser «Lucía» sin el título de hija cuidadora.

El otro día vi a una vecina con su nieta en brazos y sentí una punzada extraña: nostalgia por algo que nunca tuve. ¿Y si hubiera elegido diferente? ¿Y si hubiera dicho sí aquella vez que Ernesto me invitó a vivir con él a Oaxaca? Pero siempre había algo más urgente: una consulta médica, una recaída, una receta por surtir.

A veces siento rabia hacia mis hermanos por haber seguido sus vidas sin mirar atrás. Otras veces me culpo por no haber luchado más por mis propios sueños. Pero luego recuerdo las manos temblorosas de mamá buscando las mías en sus últimos días y pienso que quizá valió la pena.

Hoy intenté escribir un poema después de años sin hacerlo. Las palabras salieron torpes, como si fueran ajenas. Pero al menos lo intenté.

No sé qué será de mí ahora. Tal vez algún día encuentre un nuevo propósito o aprenda a vivir solo para mí. Por ahora solo sé que extraño a mis padres y que me da miedo el futuro.

¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor? ¿Quién soy yo ahora que ya no soy la hija cuidadora? ¿Alguien más ha sentido este vacío?