Promesas Rotos: La Noche en que Perdí Todo
—¿Por qué no me miras a los ojos, Leonel? —La voz de Mariana cortó el silencio como un cuchillo. Yo estaba de pie en la diminuta cocina de nuestro departamento en la colonia Narvarte, frotando mis manos sudorosas contra el pantalón, moviendo tazas y platos sin sentido, buscando un refugio en la rutina que me asfixiaba.
La lluvia golpeaba los vidrios con furia. Afuera, la ciudad rugía con su tráfico eterno, pero adentro solo existía ese silencio denso entre nosotros. Mariana, mi esposa desde hace quince años, me observaba con una mezcla de cansancio y rabia. Yo sabía que esta noche tenía que decirlo. Ya no podía más. Había llegado al límite.
—Mariana… —empecé, pero las palabras se me atoraron en la garganta. ¿Cómo decirle que ya no podía seguir? ¿Cómo confesarle que todo lo que alguna vez prometí se había convertido en polvo?
Ella suspiró, se sentó a la mesa y se cubrió el rostro con las manos. —Obiecywałeś mi cuda… —susurró en polaco, recordando los días en que le prometí el cielo y las estrellas cuando nos conocimos en la UNAM. Yo le respondí con promesas latinas: que nunca le faltaría amor, que juntos podríamos con todo.
Pero la vida no es una novela. Los años pasaron, los sueños se fueron achicando entre cuentas por pagar, discusiones por tonterías y esa rutina que nos devoró sin piedad. Yo trabajaba como contador en una oficina gris, ella daba clases de literatura en una prepa pública. Nuestra hija, Camila, ya casi no nos hablaba; prefería encerrarse con sus audífonos y su mundo digital.
Esa noche, sin embargo, todo cambió. Mariana había recibido un mensaje en su celular. Lo vi de reojo: «¿Te gustaría cenar conmigo mañana?» El remitente era Julián, un colega suyo del trabajo. Sentí una punzada de celos y miedo. No era la primera vez que discutíamos por él.
—¿Vas a salir con Julián? —pregunté, tratando de sonar tranquilo.
Ella levantó la mirada, sus ojos llenos de lágrimas contenidas. —Al menos él me escucha, Leonel. Al menos él me hace sentir viva. Tú… tú solo existes aquí, moviéndote como un fantasma entre platos sucios y cuentas sin pagar.
Me quedé helado. ¿En qué momento nos perdimos? Recordé cuando Camila era pequeña y jugábamos los tres en el parque México, cuando Mariana y yo bailábamos salsa en las fiestas familiares hasta el amanecer. ¿Dónde quedaron esos días?
—No es justo —dije al fin—. Yo he hecho todo por esta familia.
—¿Todo? —rió amargamente—. ¿De verdad crees que pagar la renta es suficiente? ¿Que traer el súper te convierte en buen esposo?
La discusión subió de tono. Los gritos despertaron a Camila, quien salió de su cuarto con cara de fastidio.
—¿Otra vez? ¿No pueden dejar de pelear aunque sea una noche?
Su voz fue como un balde de agua fría. Mariana y yo nos miramos, derrotados. Camila se encerró de nuevo y yo sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Esa noche dormí en el sillón. La lluvia seguía golpeando los cristales y yo no podía dejar de pensar en todo lo que había perdido: mi juventud, mis sueños, el amor de mi esposa… y ahora también a mi hija.
Al día siguiente, Mariana se fue temprano sin despedirse. Encontré una nota en la mesa: «Necesito tiempo para pensar.» El vacío era insoportable. Fui a trabajar como un autómata; mis compañeros notaron mi cara larga pero nadie preguntó nada. En la tarde recibí un mensaje de Camila: «No voy a cenar hoy.» Me sentí más solo que nunca.
Pasaron los días y Mariana no volvió. Supe por una vecina chismosa que la habían visto cenando con Julián en un restaurante elegante del centro. Mi orgullo herido me impedía buscarla, pero cada noche revisaba su perfil de Facebook esperando alguna señal.
Mi madre me llamó desde Puebla: —Mijo, ¿qué está pasando? Mariana me escribió diciendo que necesitaba espacio…
No supe qué responderle. Me sentía avergonzado ante mi familia, ante mis amigos, ante mí mismo.
Una tarde lluviosa como aquella primera noche, Mariana regresó por fin al departamento. Venía seria, con ojeras profundas y una decisión firme en la mirada.
—Leonel —dijo sin rodeos—. No puedo seguir así. Ya no te amo. Me voy a ir con Camila a casa de mi hermana por un tiempo.
Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Quise suplicarle, pedirle otra oportunidad, pero las palabras murieron antes de salir.
—¿Es por Julián? —pregunté con voz temblorosa.
Ella negó con la cabeza.—No es por él… es por mí. Por nosotros. Por todo lo que dejamos morir.
Camila salió con una mochila al hombro y ni siquiera me miró a los ojos.
Cuando se fueron, el silencio del departamento fue ensordecedor. Caminé por cada rincón tocando las paredes como si fueran heridas abiertas. Me senté en la cocina —mi jaula— y lloré como nunca antes lo había hecho.
Los días siguientes fueron un infierno: el trabajo ya no tenía sentido, los amigos se alejaron poco a poco y mi madre solo podía consolarme por teléfono.
Una noche salí a caminar bajo la lluvia por Insurgentes sin rumbo fijo. Vi parejas abrazadas bajo paraguas, familias riendo en fondas iluminadas… y sentí una soledad tan profunda que pensé en rendirme.
Pero algo dentro de mí se resistía a morir del todo. Recordé las palabras de mi padre antes de morir: «La vida siempre da otra vuelta, hijo.» Quizá era cierto.
Hoy escribo esto desde ese mismo departamento vacío, tratando de entender dónde fallé y si algún día podré recuperar lo perdido o al menos aprender a vivir con ello.
¿De verdad basta con cumplir promesas materiales para mantener viva una familia? ¿Cuántos matrimonios latinoamericanos viven atrapados entre rutinas y sueños rotos sin atreverse a hablar claro?