Mi padre imperfecto: el círculo roto
—¡No me hables de ese hombre!—gritó mi madre, apretando la botella de aguardiente como si fuera un salvavidas. El eco de su voz retumbó en las paredes descascaradas de nuestra casa en el barrio Manrique, Medellín. Yo tenía catorce años y acababa de preguntar, por primera vez en voz alta, por mi papá.
La mañana había comenzado como todas: el despertador sonando a las 4:30, el olor a café barato llenando la cocina, y mi madre poniéndose el uniforme naranja de barrendera municipal. Salía antes del amanecer y regresaba cuando el sol ya quemaba el asfalto. Siempre traía consigo una botella envuelta en una bolsa negra, como si así pudiera esconder su vergüenza. A las ocho de la noche, la escuchaba roncar tras la puerta cerrada de su cuarto, mientras yo hacía tareas bajo la luz amarilla de un bombillo casi fundido.
Crecí aprendiendo a hacerme invisible. Aprendí a calentar mi propia comida, a lavar mi ropa, a esquivar los comentarios de los vecinos: “Pobre muchacho, con esa mamá borracha y sin papá”. Pero lo que más dolía era el silencio. Nadie hablaba de él. Mi padre era un fantasma que habitaba en las grietas del techo y en las miradas esquivas de mi madre.
Una tarde, después de escuchar a doña Gloria decirle a su hija que yo era “igualito al papá”, me armé de valor y enfrenté a mi madre. Su reacción fue furia y lágrimas. “¡Ese hombre nos abandonó! ¡No quiero volver a escuchar su nombre en esta casa!”
Pero la curiosidad era más fuerte que el miedo. Empecé a preguntar en la cuadra. Don Ernesto, el tendero, me miró con lástima: “Tu papá era buen tipo… hasta que se metió con esa gente rara”. Nadie decía mucho, pero todos sabían algo. Un día, encontré una foto vieja entre los papeles de mi mamá: un hombre joven, moreno, con una sonrisa triste y los ojos llenos de promesas rotas.
La adolescencia me golpeó con rabia y preguntas sin respuesta. Empecé a faltar al colegio, a juntarme con los pelados del parque, a buscar en otros brazos el cariño que no encontraba en casa. Una noche, después de una pelea con mi madre —ella borracha, yo llorando— salí corriendo bajo la lluvia. Caminé sin rumbo hasta que llegué al puente donde decían que los hombres iban a perderse.
Allí estaba él. No mi padre, sino un hombre mayor, con la mirada perdida y una botella en la mano. Me senté a su lado y le pregunté si alguna vez había tenido miedo de ser como su papá. Me miró largo rato antes de responder: “Todos cargamos con los pecados de nuestros padres… pero también podemos elegir qué hacer con ellos”.
Esa noche volví a casa empapado y temblando. Mi madre dormía en el sofá, abrazada a la botella vacía. La cubrí con una manta y me senté a su lado. Por primera vez sentí compasión por ella.
Pasaron los años. Conseguí trabajo en una panadería y terminé el colegio por las noches. Mi madre seguía atrapada en su rutina: trabajo, alcohol, sueño profundo. Un día, mientras limpiaba la bodega del local, encontré a un hombre pidiendo pan duro. Tenía la misma sonrisa triste que el hombre de la foto.
—¿Eres tú…?—pregunté sin atreverme a decir más.
Él bajó la mirada y asintió.
—Soy tu papá, Santiago.
El corazón me dio un vuelco. No sabía si abrazarlo o golpearlo. Lo invité a sentarse detrás del mostrador y le serví café.
—¿Por qué te fuiste?—le pregunté con la voz temblorosa.
Él suspiró hondo.
—No fui lo suficientemente hombre para quedarme. Me metí en problemas… drogas, malas compañías… Tu mamá intentó ayudarme pero yo no quise escucharla. Cuando me di cuenta ya era tarde.
Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Por fin tenía una respuesta.
—¿Y ahora?—pregunté.
—Ahora trato de sobrevivir cada día. No espero tu perdón… solo quería verte una vez más.
Nos quedamos en silencio largo rato. Al final le di un pan y algo de dinero. No volví a verlo después de ese día.
Esa noche enfrenté a mi madre con la verdad.
—Lo vi hoy —le dije—. A mi papá.
Ella se quedó helada. Las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas.
—Lo amé mucho —susurró— pero no pude salvarlo… ni salvarme yo tampoco.
Nos abrazamos y lloramos juntos por primera vez en años.
Con el tiempo entendí que ambos eran víctimas de sus propias heridas. Mi madre dejó poco a poco el alcohol; yo aprendí a perdonar y a construir mi propio camino lejos del dolor heredado.
Hoy tengo mi familia y cada vez que veo a mis hijos correr por la casa pienso en todo lo que tuve que romper para darles algo diferente.
¿Será posible sanar realmente las heridas del pasado? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron? Los leo.