Entiéndeme como yo te entiendo: la verdad que rompió mis ilusiones
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Mauricio? —grité, con el cuchillo aún en la mano, temblando sobre la tabla de picar. El olor a cebolla frita se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Mi esposo, parado en el umbral de la cocina, sostenía el teléfono con los nudillos blancos. Su voz era apenas un susurro, pero cada palabra era como un golpe seco en el pecho—: Era mejor así, Lucía. Pensé que te protegía.
No recuerdo haber dejado caer el cuchillo, pero el sonido metálico al chocar contra el piso me sacó del trance. Afuera, los gritos de los niños jugando en la calle se colaban por la ventana abierta. Todo seguía igual en el barrio de Villa del Sol, pero dentro de mi casa, dentro de mi pecho, algo se había roto para siempre.
Mauricio y yo llevábamos quince años juntos. Nos conocimos en la universidad de Córdoba, cuando yo soñaba con ser abogada y él quería cambiar el mundo desde la política. Nos casamos jóvenes, ilusionados y tercos. Tuvimos dos hijos: Camila y Tomás. Nuestra vida era sencilla, como la de cualquier familia de clase media argentina: trabajo, escuela, cuentas por pagar y domingos de asado con los suegros.
Pero esa tarde, mientras cortaba carne para el guiso y escuchaba el chisporroteo del aceite, todo cambió. El teléfono sonó y Mauricio contestó. Su cara se transformó al escuchar la voz del otro lado. No fue necesario que dijera nada; lo supe por su silencio, por la forma en que evitaba mirarme.
—¿Quién era? —pregunté, tratando de sonar casual.
—Era… era mi mamá —mintió.
Lo miré fijo. Sabía que no era cierto. Su madre nunca llamaba a esa hora. Sentí un nudo en la garganta.
Esa noche no pude dormir. Mauricio se acostó dándome la espalda. Yo miraba el techo, repasando cada detalle de los últimos meses: las salidas tardías, las llamadas que cortaba rápido, las excusas sobre el trabajo. Algo no encajaba.
Al día siguiente, después de dejar a los chicos en la escuela, revisé su celular. No me enorgullezco de eso, pero la desconfianza es como una espina que no te deja en paz. Encontré mensajes de una tal «Paula». Eran cariñosos, íntimos. Hablaban de encuentros secretos en un hotel del centro.
Sentí que me ahogaba. Salí corriendo al patio y vomité junto al limonero que plantamos cuando nació Camila. El mundo giraba y yo no podía detenerlo.
Cuando Mauricio volvió del trabajo esa noche, lo enfrenté.
—¿Quién es Paula? —le pregunté sin rodeos.
Él bajó la mirada. Por primera vez en años lo vi vulnerable, casi asustado.
—Es alguien del trabajo… —empezó a decir, pero lo interrumpí.
—No me mientas más. ¿Hace cuánto?
Se sentó en la mesa y se tapó la cara con las manos.
—Hace seis meses —admitió—. Pero no significa nada, Lucía. Fue un error…
Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Al menos ya no tenía que imaginar cosas peores.
Los días siguientes fueron un infierno. No podía mirarlo sin pensar en ella. Cada vez que sonaba su teléfono, sentía que me arrancaban un pedazo del alma. Los chicos notaron el ambiente tenso; Camila dejó de hablarme y Tomás empezó a hacer berrinches por cualquier cosa.
Mi madre vino a visitarme y me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué te pasa, hija? —me preguntó mientras me abrazaba.
No pude ocultarlo más. Le conté todo entre sollozos.
—Los hombres son así —dijo ella, resignada—. Tu padre también tuvo sus cosas… Pero uno aprende a perdonar por los hijos.
Esa frase me dolió más que la traición de Mauricio. ¿Acaso tenía que resignarme? ¿Era ese el destino de todas las mujeres en mi familia?
Pasaron semanas. Mauricio intentó acercarse; me compró flores, cocinó para los chicos, hasta me escribió una carta pidiéndome perdón. Pero yo ya no era la misma. La confianza se había ido y no sabía si alguna vez volvería.
Una tarde lluviosa, Paula vino a buscarlo a casa. La vi desde la ventana: joven, bonita, segura de sí misma. Sentí celos y odio al mismo tiempo.
—¿Qué haces acá? —le pregunté cuando abrí la puerta.
—Necesito hablar con Mauricio —respondió sin mirarme a los ojos.
Lo llamé y los vi hablar en voz baja bajo el alero del porche. Cuando ella se fue, Mauricio volvió adentro empapado y derrotado.
—Ya terminó todo —me dijo—. No quiero perderte a vos ni a los chicos.
Pero yo ya no sabía si quería seguir luchando por algo que sentía muerto.
Empecé terapia. Necesitaba entender qué quería para mí misma más allá de ser esposa y madre. Descubrí que había dejado de soñar hace años; que mi vida giraba en torno a los demás y nunca a mí misma.
Un día, mientras tomaba mate con mi amiga Valeria, le conté todo.
—No sos la única —me confesó—. Mi marido también me engañó hace años… Al final decidí quedarme porque lo amo y porque juntos somos más fuertes. Pero cada una tiene que decidir por sí misma.
Esa noche hablé con Mauricio como nunca antes:
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. Pero tampoco quiero vivir amargada ni enseñarle a Camila que hay que aguantar todo por miedo o costumbre.
Él lloró por primera vez desde que lo conozco.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día fatídico. Seguimos juntos, pero ya no somos los mismos. Vamos a terapia de pareja y tratamos de reconstruir lo que quedó después del huracán. A veces siento esperanza; otras veces pienso en separarme y empezar de cero.
Lo único cierto es que ya no vivo en una ilusión: ahora veo a Mauricio como es, con sus virtudes y defectos; y también me veo a mí misma con más compasión y honestidad.
A veces me pregunto: ¿vale la pena luchar por una relación rota? ¿O es mejor soltar y buscar mi propia felicidad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?