Entre Dos Amores: El Día Que Mi Hogar Se Rompió

—¡No puedo más, Andrés! —gritó Mariana, mi esposa, mientras cerraba la puerta de la cocina con un golpe seco—. ¡Esto ya no es nuestro hogar!

Me quedé parado en medio del pasillo, con las manos temblorosas y el corazón apretado. Mi madre, sentada en el sillón con la mirada perdida, apenas levantó la vista. Desde que papá la dejó por otra mujer y se fue a vivir a Buenos Aires, ella nunca volvió a ser la misma. Y ahora, después de perder la casa en el juicio y quedarse sin trabajo, no tenía a dónde ir. Yo era su único hijo. ¿Cómo iba a dejarla sola?

Pero Mariana tenía razón en algo: desde que mamá llegó, nada volvió a ser igual. Nuestra casa en las afueras de Medellín, que antes era un refugio de risas y cenas familiares, se había llenado de silencios incómodos y discusiones susurradas detrás de puertas cerradas.

—Andrés, ¿por qué no hablas con tu mamá? —me insistía Mariana cada noche—. No podemos seguir así. No tenemos dinero ni para pagar la luz este mes y ella… ella no ayuda en nada.

Yo intentaba mediar, buscar soluciones. Le pedí a mamá que buscara trabajo, aunque fuera limpiando casas o vendiendo empanadas en la esquina. Pero ella solo lloraba y decía que no servía para nada, que la vida ya le había quitado todo.

Una tarde, mientras regresaba del trabajo en el bus atestado de gente, recibí un mensaje de Mariana: “Hoy tu mamá me gritó. No puedo más”. Sentí un nudo en el estómago. Al llegar a casa, encontré a Mariana empacando una maleta.

—¿A dónde vas? —le pregunté, desesperado.

—A casa de mi hermana. Necesito pensar. Esto ya no es vida para nadie.

Me arrodillé frente a ella, rogándole que no se fuera. Pero sus ojos estaban llenos de lágrimas y rabia.

—Siempre elegís a tu mamá antes que a mí —me dijo—. Yo también necesito que me cuides.

Esa noche dormí en el sofá, escuchando los sollozos ahogados de mi madre en la habitación de al lado. Recordé cuando era niño y ella me protegía de todo; ahora era yo quien debía protegerla… pero ¿a qué precio?

Los días siguientes fueron una pesadilla. Mariana no contestaba mis llamadas y mi madre apenas salía del cuarto. La comida escaseaba y las cuentas se acumulaban sobre la mesa. En el barrio todos murmuraban: “Pobre Andrés, entre la espada y la pared”.

Un domingo por la tarde, mi hermana Lucía vino a visitarnos desde Cali. Se sentó conmigo en el patio trasero mientras mamá dormía la siesta.

—Hermano, esto no puede seguir así —me dijo con voz suave—. Mamá necesita ayuda profesional. Y vos necesitás salvar tu matrimonio.

—¿Y si la llevo a un centro para adultos mayores? —pregunté con culpa—. ¿No sería abandonarla?

Lucía me tomó la mano.

—No es abandono si lo hacés por su bien… y por el tuyo. No podés cargar con todo solo.

Esa noche hablé con mamá. Le expliqué que necesitaba ayuda, que yo no podía darle todo lo que ella necesitaba.

—¿Me vas a dejar como tu papá? —me preguntó con voz quebrada.

—Nunca te dejaría —le respondí—. Pero necesito que estés bien… y yo también.

Lloramos juntos hasta quedarnos dormidos abrazados en el sofá.

Al día siguiente llamé a Mariana y le pedí que volviera para hablar. Nos sentamos los tres en la mesa del comedor: mi esposa, mi madre y yo, como tantas veces antes pero ahora con una distancia insalvable entre nosotros.

—Mariana —dije con voz temblorosa—, quiero que volvamos a ser una familia… pero necesito tu ayuda para encontrar una solución para todos.

Ella me miró largo rato antes de responder:

—Te amo, Andrés… pero no puedo vivir en una casa donde no me siento escuchada ni respetada. Si tu mamá se queda aquí, yo no puedo volver.

Mi madre bajó la cabeza y murmuró:

—No quiero ser una carga…

El silencio fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Finalmente, tomé una decisión: busqué un centro donde pudieran cuidar a mamá mientras yo trabajaba y pudiera visitarla cada fin de semana. No fue fácil convencerla ni perdonarme por hacerlo, pero sabía que era lo mejor para todos.

Mariana regresó poco a poco; reconstruimos nuestra relación entre cicatrices y promesas nuevas. Mi madre encontró amigas en el centro y empezó a sonreír otra vez, aunque nunca dejó de extrañar su casa ni a papá.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si simplemente elegí el mal menor. ¿Cuántos de nosotros hemos tenido que elegir entre dos amores imposibles? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como hijos… o como esposos?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es posible salvarlo todo sin perderse uno mismo?