El amor que nunca existió
—¿Por qué me miras así? —me preguntó Lucía, con la voz temblorosa, mientras el autobús frenaba bruscamente y la gente se apretujaba aún más en el pasillo. Yo no podía apartar la vista de sus labios, de ese gesto tan simple y tan hermoso: ella soplaba suavemente el plumón de un diente de león que había quedado atrapado en su suéter. No sé qué me poseyó en ese instante, pero las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas:
—Vas a ser mi esposa.
Lucía se quedó helada. Sus ojos color miel se abrieron como si hubiera visto un fantasma. Yo sentí el calor subirme al rostro, y por un segundo quise desaparecer entre la multitud sudorosa y cansada del bus. Pero ella no se rió. No me insultó. Solo bajó la mirada y murmuró:
—Ojalá fuera tan fácil.
Así empezó todo. Yo, Santiago Ramírez, hijo de una familia tradicional de Cholula, criado entre las expectativas de mi madre —que soñaba con verme casado con la hija del doctor— y el silencio resignado de mi padre, nunca había sentido algo así. Lucía era diferente: venía de una familia humilde, su madre vendía tamales en la esquina del mercado Hidalgo y su padre había desaparecido cuando ella tenía cinco años. Pero nada de eso importaba en ese momento. Lo único que quería era volver a verla.
Durante semanas busqué excusas para tomar el mismo bus a la misma hora. A veces solo la veía de lejos, otras veces lográbamos sentarnos juntos. Hablábamos de todo: de los sueños rotos, del miedo a no ser suficiente, del dolor de crecer en un país donde los sueños parecen siempre estar reservados para otros. Ella me contaba cómo su madre luchaba cada día para pagar la renta y cómo su hermano menor había dejado la escuela para trabajar en una refaccionaria.
Una tarde, mientras caminábamos por el Zócalo, Lucía se detuvo frente a la fuente y me miró con una tristeza infinita.
—Santiago, ¿alguna vez has sentido que tu vida ya está escrita y que no importa lo que hagas, nunca podrás cambiarla?
No supe qué responderle. Porque sí, lo había sentido. Lo sentía cada vez que mi madre me recordaba que debía ser «un hombre de bien», cada vez que veía a mi padre resignado a una vida que nunca eligió.
Pero el amor —o lo que yo creía que era amor— me daba fuerzas para soñar con un futuro distinto.
Un día, decidí presentarla en mi casa. Mi madre puso cara de pocos amigos desde el primer momento. La invitó a sentarse en la sala, pero ni siquiera le ofreció un vaso de agua. Cuando Lucía se fue, mi madre me tomó del brazo y me susurró al oído:
—¿De verdad piensas arruinar tu vida por una muchacha sin futuro? ¿Qué dirán las tías? ¿Qué va a pensar tu abuela?
Esa noche discutimos como nunca antes. Mi padre intentó mediar, pero terminó encerrándose en su cuarto como siempre hacía cuando las cosas se ponían difíciles.
A pesar de todo, seguí viendo a Lucía. Cada encuentro era un respiro en medio del ahogo familiar. Pero también empecé a notar algo extraño: Lucía evitaba hablar de su pasado, cambiaba de tema cuando le preguntaba por su padre o por su infancia. Una tarde, después de hacerle demasiadas preguntas, se soltó a llorar en mis brazos.
—No entiendes, Santiago… Hay cosas que no puedo contarte. Cosas que ni yo misma entiendo.
La abracé fuerte, prometiéndole que nada podría separarnos. Pero estaba equivocado.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos en el mercado con su madre y su hermano, un hombre se acercó a nuestra mesa. Era alto, moreno, con una cicatriz en la mejilla. Lucía se puso pálida al verlo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella, casi sin voz.
El hombre la miró con una mezcla de rabia y tristeza.
—Vine a verte… hija.
El silencio fue absoluto. Su madre bajó la cabeza y su hermano apretó los puños bajo la mesa. Yo no entendía nada.
Después supe la verdad: el hombre había estado preso durante años por un crimen que juraba no haber cometido. Había vuelto para intentar recuperar a su familia, pero Lucía no podía perdonarlo. El escándalo no tardó en llegar al barrio y a mi casa. Mi madre usó esa noticia como arma definitiva:
—¿Ves? Esa gente solo trae problemas. No quiero verte con ella nunca más.
Pero yo ya estaba demasiado enamorado —o eso creía— para hacerle caso.
Los días se volvieron más difíciles. Lucía empezó a alejarse poco a poco. Ya no respondía mis mensajes con la misma rapidez, ya no sonreía como antes. Una noche me llamó llorando:
—Santiago… No puedo más. Mi papá quiere que nos mudemos a Veracruz para empezar de nuevo. Mi mamá está enferma y necesita ayuda… No puedo quedarme aquí.
Sentí que el mundo se me venía abajo.
Intenté convencerla de quedarse, le prometí que buscaríamos una solución juntos. Pero ella ya había tomado una decisión.
La última vez que la vi fue en la terminal de autobuses CAPU. Llevaba una mochila vieja y los ojos hinchados de tanto llorar. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por enseñarme que todavía puedo soñar… aunque sea solo un ratito.
El autobús arrancó y yo me quedé ahí parado, viendo cómo se alejaba la única persona que me había hecho sentir vivo.
Volví a casa derrotado. Mi madre fingió alivio pero yo sabía que en el fondo le dolía verme así. Mi padre intentó consolarme con palabras torpes:
—A veces hay amores que no pueden ser… pero eso no significa que no hayan valido la pena.
Han pasado años desde entonces. A veces veo a Lucía en mis sueños: soplando dientes de león en una tarde soleada, riendo como si nada pudiera herirla jamás.
Me pregunto si alguna vez podré volver a amar así… o si simplemente hay historias destinadas a no existir más allá de un recuerdo doloroso.
¿Ustedes creen que uno puede superar un amor imposible? ¿O hay heridas que nunca terminan de sanar?