Vendí mi casa para ayudar a mis hijos, pero ahora ni siquiera me visitan
—¿De verdad vas a vender la casa, mamá? —preguntó Mariana, mi hija mayor, con la voz entrecortada, mientras miraba las paredes llenas de fotos y recuerdos.
No respondí de inmediato. Miré por la ventana de la cocina, donde durante treinta años vi crecer a mis hijos, celebrar cumpleaños, llorar pérdidas y reírnos hasta el cansancio. El sol de la tarde iluminaba el comedor, ese mismo donde tantas veces nos sentamos juntos a comer arroz con pollo y hablar de la vida. Pero ahora, ese comedor estaba vacío. Mis hijos ya no vivían aquí. Cada uno tenía su propia familia, sus propios problemas.
—Es lo mejor para todos —dije finalmente, tratando de sonar firme. La verdad es que el dinero me alcanzaba apenas para vivir y mis hijos también pasaban apuros. Mariana tenía tres niños y su esposo perdió el trabajo en la pandemia. Andrés, mi hijo menor, se fue a Ciudad de México buscando oportunidades y apenas podía pagar la renta. Yo quería ayudarlos, aunque eso significara dejar atrás mi hogar.
Vendí el departamento grande en el centro de Guadalajara y compré uno pequeño en las afueras. Con lo que sobró, ayudé a Mariana a pagar la hipoteca y le di a Andrés suficiente para que no lo desalojaran. Pensé que así estaríamos más unidos, que vendrían a visitarme los domingos como antes, que mis nietos llenarían de risas mi nuevo hogar.
Pero los domingos pasaron y nadie tocó mi puerta.
Al principio me llamaban para agradecerme. Mariana lloró por teléfono: “Mamá, no sé qué haríamos sin ti”. Andrés prometió venir a verme pronto. Pero las semanas se convirtieron en meses. Cuando llamaba, siempre había una excusa: “Mamá, los niños están enfermos”, “Tengo mucho trabajo”, “El tráfico está imposible”.
Una tarde de lluvia, me senté sola en mi pequeño balcón con un café frío entre las manos. Miré las fotos de mis nietos en el celular y sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento me convertí en una extraña para mi propia familia?
Un día decidí tomar el camión e ir a visitar a Mariana sin avisar. Cuando llegué, los niños jugaban en el patio y Mariana estaba en la cocina. Me recibió con una sonrisa nerviosa.
—¡Mamá! Qué sorpresa…
—Vine a verlos —dije, tratando de sonar alegre.
—Ay, mamá, justo hoy tengo que salir al súper y los niños tienen tarea… ¿Por qué no avisaste?
Me quedé un rato viendo cómo Mariana corría de un lado a otro, ocupada con mil cosas. Los niños apenas me saludaron antes de volver a sus juegos. Me sentí como una visita incómoda.
Esa noche volví a mi departamento y lloré en silencio. Recordé cuando yo era joven y mi madre venía a verme. Siempre encontraba tiempo para ella. ¿Por qué mis hijos no podían hacer lo mismo?
Intenté hablar con Andrés por videollamada. Me contestó apurado desde su oficina.
—Mamá, te juro que pronto voy a ir… pero este mes está imposible.
—No te preocupes, hijo —mentí—. Solo quería saber cómo estabas.
Colgué y miré mi reflejo en la pantalla apagada. Me vi vieja y cansada.
Las semanas siguieron igual. El silencio de mi casa se volvió insoportable. Empecé a salir al parque solo para escuchar voces humanas. A veces conversaba con Doña Rosa, una vecina viuda que también se quejaba de la soledad.
—Uno da todo por los hijos —me dijo un día— y al final solo quedamos nosotras y los recuerdos.
Me dolió escucharla porque era verdad.
Un domingo cualquiera, decidí invitar a toda la familia a comer pozole en mi casa nueva. Cociné desde temprano, puse la mesa con esmero y esperé ansiosa. Mariana llegó tarde y sola; Andrés no pudo venir porque tenía trabajo.
Durante la comida, Mariana apenas probó bocado y revisaba el celular cada cinco minutos.
—¿Todo bien? —pregunté tratando de ocultar mi tristeza.
—Sí, mamá… es que tengo que irme pronto. Los niños están con su papá y tengo que recogerlos.
Cuando se fue, recogí la mesa sola y guardé el pozole frío en el refrigerador.
Esa noche escribí una carta que nunca entregué:
“Queridos hijos: Vendí mi casa para ayudarlos porque los amo más que a nada en este mundo. Pero extraño sentirme parte de sus vidas. No quiero ser solo un recuerdo o una obligación más en su agenda. Solo quiero saber si todavía hay un lugar para mí en su corazón”.
A veces pienso que tal vez me equivoqué al darlo todo sin pedir nada a cambio. Otras veces creo que así es la vida: los hijos crecen y uno debe aprender a soltar.
Hoy tengo 66 años y sigo esperando una llamada, una visita inesperada o simplemente un mensaje que diga: “Te extraño, mamá”.
¿Será que pedir compañía es demasiado? ¿O será que en algún momento olvidamos lo importante que es cuidar a quienes nos cuidaron primero?