Casi todo en orden
—¿Otra vez vas a llegar tarde, Sofía? —La voz de Jacobo retumbó en el altavoz del celular, mezclándose con el bullicio de la tienda y el zumbido de los refrigeradores. Sentí que me apretaba el pecho, como si las palabras vinieran desde la otra orilla del río, desde un lugar donde yo ya no podía alcanzarlo.
—Sí, Jacobo. Hasta las once, tal vez más. Hoy llegaron los proveedores tarde y hay que acomodar todo —respondí mientras tecleaba frenéticamente un correo para un cliente que exigía su pedido antes de las ocho. Con la otra mano revolvía la taza de té frío que llevaba horas olvidada sobre el mostrador.
—Siempre es lo mismo, Sofía. Los niños preguntan por ti. Yo también —dijo, y su voz se quebró un poco. Sentí el peso de la culpa como una piedra en el estómago.
Miré alrededor. La tienda estaba llena de cajas apiladas, bolsas de arroz abiertas y el olor a pan recién horneado mezclado con el sudor de los repartidores. Mi madre, doña Carmen, discutía con un proveedor sobre el precio del jitomate. Mi hermano menor, Luis, contaba monedas detrás del mostrador, con la mirada perdida en el celular.
—No puedo dejar esto tirado, Jacobo. Si no trabajo, ¿quién paga la renta? ¿Quién compra los útiles escolares? —le susurré, tratando de que nadie escuchara mi desesperación.
—¿Y quién te cuida a ti? —me respondió él antes de colgar.
Me quedé mirando la pantalla negra del celular. Por un momento, quise llorar. Pero no podía darme ese lujo. No aquí, no ahora.
Desde niña aprendí que en esta ciudad nadie te regala nada. Crecí entre los gritos del tianguis y el olor a tortillas recién hechas. Mi padre murió cuando yo tenía doce años y desde entonces mi madre y yo sacamos adelante la tienda familiar en Iztapalapa. Ahora que soy adulta, la responsabilidad sigue siendo mía, aunque tenga esposo e hijos propios.
—¡Sofía! ¿Ya mandaste el pedido para la señora Ramírez? —gritó mi madre desde la bodega.
—¡Ya voy! —respondí, tragándome las lágrimas.
Mientras preparaba las bolsas con arroz, frijol y aceite, recordé las veces que soñé con estudiar medicina. Quería ser doctora, salvar vidas. Pero la vida me arrastró por otro camino: el del sacrificio silencioso, el de las mujeres que sostienen a todos menos a sí mismas.
A las nueve de la noche, la tienda seguía llena. Un niño lloraba porque su mamá no le compró un chocolate. Un hombre discutía porque le dieron mal el cambio. Yo solo quería desaparecer.
—¿Por qué no te vas a tu casa? —me preguntó Luis mientras cerraba la caja registradora.
—Porque mamá no puede sola y tú tampoco —le respondí sin mirarlo.
Él bufó y salió a fumar al callejón. Mi madre apareció detrás de mí, con los ojos cansados pero firmes.
—No tienes que quedarte siempre, hija. Tienes tu propia familia —me dijo en voz baja.
—¿Y quién te ayuda si no yo? —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Ella me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a los truenos.
—A veces pienso que nunca voy a salir de aquí —le confesé.
—Tú eres más fuerte de lo que crees —me susurró al oído.
A las diez y media salí corriendo hacia el metro. El vagón iba lleno de gente cansada, con los ojos perdidos en sus propios problemas. Me pregunté cuántas mujeres como yo iban ahí, soñando con una vida diferente mientras cargaban bolsas llenas de mandado y preocupaciones.
Al llegar a casa, Jacobo estaba sentado en la sala con los brazos cruzados. Mis hijos dormían ya, abrazados uno al otro como si supieran que el mundo afuera es demasiado duro.
—Perdón por llegar tarde —le dije a Jacobo mientras me quitaba los zapatos.
Él no respondió. Solo me miró con esos ojos tristes que tanto amé alguna vez.
—No sé cuánto más pueda seguir así —me dijo al fin—. Siento que te pierdo cada día un poco más.
Me senté a su lado y tomé su mano. Quise decirle que yo también me estaba perdiendo a mí misma, pero no pude. El silencio entre nosotros era tan denso como la humedad del verano en la ciudad.
Esa noche no dormí. Pensé en mis hijos, en mi madre, en Jacobo… y en mí misma. ¿Cuándo fue la última vez que pensé en lo que yo quería? ¿Cuándo fue la última vez que fui feliz sin sentir culpa?
Al día siguiente, todo volvió a empezar: proveedores impuntuales, clientes exigentes, discusiones familiares por dinero y tiempo…
Pero algo dentro de mí había cambiado. Empecé a preguntarme si realmente tenía que cargar con todo sola. Si era justo para mí sacrificar mis sueños por los demás.
Una tarde, mientras acomodaba latas en los estantes, mi hija Valeria me llamó al celular:
—Mamá, ¿vas a venir hoy a mi festival?
Me quedé helada. Había olvidado por completo el festival escolar.
—Claro que sí, hija —le mentí—. Salgo temprano hoy.
Colgué y sentí una punzada en el corazón. Sabía que probablemente no llegaría a tiempo. Otra promesa rota.
Esa noche discutí con Jacobo. Me gritó que estaba harta de ser siempre la última en mi lista de prioridades. Yo le grité que nadie entendía lo difícil que era ser mujer en este país, cargar con todo sin romperse.
Al final lloramos juntos en silencio, abrazados como dos náufragos aferrados a una tabla en medio del mar.
Hoy escribo esto sentada en la trastienda mientras afuera llueve y los clientes se refugian bajo el toldo azul de la tienda. Sigo aquí, entre cajas y cuentas por pagar, pero algo dentro de mí se resiste a rendirse.
¿Hasta cuándo vamos a seguir sacrificándonos las mujeres por todos menos por nosotras mismas? ¿Cuándo llegará el día en que podamos elegir sin sentir culpa?
¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible encontrar un equilibrio o estamos condenadas a vivir siempre para los demás?