No como en las novelas, pero casi: La historia de Mariana
—¿Por qué siempre llegas tarde, Julián? —le grité desde la puerta, con la voz quebrada entre el enojo y el miedo. Afuera, la noche caía sobre los campos de maíz de nuestro rancho en Jalisco, y el viento traía consigo el olor a tierra mojada y a promesas incumplidas.
Julián ni siquiera me miró. Entró tambaleándose, con la camisa manchada de sudor y los ojos rojos. —No empieces, Mariana. Ya tuve suficiente en el campo —murmuró, tirando las llaves sobre la mesa.
Yo quería gritarle que no era justo, que no era la vida que soñé. Pero me callé. Como siempre. Porque así me enseñó mi mamá: «La mujer aguanta, hija. Por los hijos, por la familia, por el qué dirán».
Desde niña me gustaban las novelas. Veía a las protagonistas luchar por su felicidad, llorar bajo la lluvia y luego encontrar un final feliz. Yo quería eso. Quería que mi vida fuera como en la tele, aunque fuera pobre, aunque mi casa tuviera goteras y el piso fuera de tierra.
Pero la realidad era otra. Mi pueblo era pequeño, todos se conocían y todos hablaban. Cuando me casé con Julián a los dieciocho, creí que el amor lo podía todo. Él era guapo, tenía una sonrisa que me hacía olvidar el hambre y las penas. Pero también tenía fama de fiestero y de no tomar nada en serio.
—Mariana, ¿por qué no te buscas uno más formal? —me decía mi abuela—. Ese Julián es puro cuento.
No le hice caso. El corazón manda, pensé. Y así empezó mi historia.
Los primeros meses fueron bonitos. Julián traía flores silvestres, me cantaba canciones al oído y prometía que íbamos a salir adelante. Pero pronto llegaron las deudas, los problemas en el campo, las noches en vela esperando que regresara de la cantina.
—¿Por qué no trabajas más? —me reclamaba él—. Si tanto te molesta cómo vivimos, ponte a hacer algo.
Yo ya hacía todo: lavaba ropa ajena, vendía tamales en la plaza, cuidaba a los niños de mi hermana cuando ella iba a limpiar casas en Guadalajara. Pero nada alcanzaba. Y Julián cada vez estaba menos en casa.
Una noche, después de una pelea fuerte, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Soñé que estaba en una novela: yo era la protagonista valiente que dejaba todo atrás para buscar su felicidad. Pero al despertar, solo vi mi reflejo ojeroso en el espejo roto.
Mi mamá vino a verme ese día. Me encontró lavando ropa con las manos agrietadas y los ojos hinchados.
—Hija, ¿estás bien?
—Sí, mamá —mentí—. Solo estoy cansada.
Ella me abrazó fuerte. —No tienes que aguantar todo, Mariana. Yo también soñé con finales felices y mira… —su voz se quebró—. Pero tú eres diferente. Eres fuerte.
Sus palabras me dolieron más que cualquier golpe de Julián o cualquier chisme del pueblo.
Pasaron los meses y las cosas empeoraron. Julián empezó a llegar con olor a perfume barato y marcas de labial en la camisa. Yo lo enfrenté una noche:
—¿Quién es ella?
Él se rió en mi cara. —No seas ridícula, Mariana. Tú siempre inventando cosas.
Me sentí pequeña, invisible. Pero algo dentro de mí cambió esa noche. Decidí que no iba a ser solo un personaje secundario en mi propia historia.
Empecé a ahorrar lo poco que ganaba vendiendo tamales y bordados. Mi hermana Lucía me apoyó en silencio; ella también sabía lo que era vivir con miedo y esperanza al mismo tiempo.
Un día llegó al pueblo una señora de Ciudad Guzmán buscando mujeres para trabajar en una fábrica de ropa. Era una oportunidad para empezar de nuevo, aunque fuera lejos de mi familia y del rancho donde crecí.
Le conté a mi mamá y a Lucía mi plan.
—¿Y tus hijos? —preguntó mi mamá con lágrimas en los ojos.
—Me los llevo conmigo —respondí sin dudarlo—. No quiero que crezcan viendo cómo su papá me humilla o cómo su mamá se apaga poco a poco.
La noche antes de irme, Julián llegó borracho y furioso al enterarse de mis planes.
—¡Tú no te vas! ¡Eres mi mujer! —gritó golpeando la mesa.
Por primera vez no sentí miedo. Lo miré a los ojos y le dije:
—Ya no soy tuya ni de nadie. Soy mía y de mis hijos.
Empaqué lo poco que tenía: dos mudas de ropa para cada uno, unas fotos viejas y mis sueños arrugados pero vivos.
El viaje fue largo y difícil. Mis hijos lloraban extrañando su casa, yo lloraba por dentro extrañando lo que nunca tuve: un amor verdadero, una vida digna.
En la fábrica trabajé jornadas largas por poco dinero, pero al menos nadie me gritaba ni me hacía sentir menos. Conocí a otras mujeres como yo: Valeria, que huyó de un marido violento; Rosaura, que perdió todo en un incendio; Teresa, que dejó su pueblo para buscarle un tratamiento a su hijo enfermo.
Entre nosotras nos cuidábamos como hermanas. Compartíamos historias, lágrimas y risas robadas entre turnos.
Un día recibí una carta de mi mamá:
«Hija,
Aquí todos preguntan por ti. Algunos te critican, otros te admiran en silencio. Yo solo quiero que seas feliz. No importa lo que diga la gente; importa lo que tú sientas cuando te mires al espejo cada mañana.
Te extraño mucho,
Mamá»
Lloré como nunca al leerla. Por primera vez sentí orgullo de mí misma.
Pasaron los años y logré ahorrar para rentar un cuartito propio. Mis hijos crecieron viendo a una madre luchona, no perfecta pero valiente.
A veces pienso en Julián y en el pueblo donde todos creen saberlo todo pero nadie sabe nada del dolor ajeno. A veces extraño los atardeceres sobre los campos de maíz o el olor a café recién hecho en casa de mi abuela.
Pero cuando veo a mis hijos dormir tranquilos o cuando recibo un pago justo por mi trabajo honesto, sé que tomé la mejor decisión.
No fue como en las novelas; no hubo final feliz perfecto ni príncipe azul rescatándome del dolor. Pero aprendí que la felicidad no es como la pintan en la tele: es levantarse cada día sabiendo que eres dueña de tu historia.
Y ahora les pregunto: ¿Cuántas veces han soñado con escapar? ¿Cuántas veces han sentido miedo al qué dirán? ¿Vale la pena vivir para otros o es mejor escribir tu propio final?