Entre el deber y mi propia vida: la historia de una hija atrapada
—¡Mariana! ¿Otra vez llegaste tarde?— La voz de mi madre retumbó en el pasillo, mezclada con el olor a cloro y café recalentado. Dejé la bolsa del mandado en la mesa y sentí cómo el sudor me corría por la espalda. Mi hija menor, Camila, se aferró a mi pierna, mientras Emiliano, mi hijo mayor, se asomaba tímido desde la puerta.
—Perdón, mamá. El tráfico estaba imposible y Camila se mareó en el camión— respondí, tratando de sonar tranquila. Pero por dentro hervía. Otra vez lo mismo: limpiar su casa, lavar su ropa, hacerle la comida. Y luego correr de vuelta a la mía, donde me esperaban más platos sucios y juguetes regados.
Mi madre, Doña Teresa, siempre fue así: fuerte, exigente, acostumbrada a que todo girara a su alrededor. Desde que mi papá nos dejó cuando yo tenía doce años, ella se apoyó en mí como si yo fuera su bastón. «Las mujeres de esta familia no se rinden», repetía mientras me enseñaba a trapear y a preparar frijoles. Yo la admiraba, pero también le temía.
Ahora tengo veintinueve años, dos hijos pequeños y un esposo que apenas veo porque trabaja doble turno en la fábrica. Aun así, cada semana vengo a limpiar para mi madre. No porque quiera, sino porque siento que si no lo hago, algo malo va a pasar. Es una culpa que me carcome desde adentro.
—¿Y tu marido?— preguntó mi madre mientras yo barría el patio.
—Trabajando, como siempre— respondí sin mirarla.
—Pues qué suerte tiene él. Tú aquí, y él allá sin preocuparse por nada— soltó con ese tono que mezcla lástima y reproche.
Me mordí los labios. Quise decirle que yo también tengo derecho a descansar, a vivir mi propia vida. Pero no pude. En vez de eso, seguí barriendo mientras Camila jugaba con una muñeca vieja en el suelo.
A veces pienso que mi vida es una cuerda floja: si suelto un extremo —mi madre— temo caer al vacío del remordimiento. Si suelto el otro —mi familia— temo perderme a mí misma.
Esa tarde, mientras lavaba los platos de mi madre, escuché a Emiliano llorar en el cuarto. Corrí y lo encontré sentado en la cama, abrazando sus rodillas.
—¿Qué pasa, mi amor?— le pregunté.
—Quiero irme a casa. Aquí la abuela siempre te grita y tú te pones triste— susurró.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso era lo que mis hijos veían? ¿Una mamá cansada y triste?
Esa noche, al llegar a casa, encontré a mi esposo, Pedro, dormido en el sillón con las botas puestas. Me senté junto a él y lloré en silencio. No sabía cómo decirle que ya no podía más.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para mis hijos, Pedro se acercó y me abrazó por detrás.
—Mariana… ¿por qué no le dices a tu mamá que ya no puedes ir tan seguido?— susurró.
—No puedo… Ella me necesita. Y si no voy yo, ¿quién lo hará?— respondí entre lágrimas.
Pedro suspiró. —¿Y tú? ¿Quién te cuida a ti?
Esa pregunta me persiguió todo el día. En el parque, mientras veía a Camila jugar en el columpio y Emiliano correr tras una pelota desinflada, sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿Por qué las mujeres siempre tenemos que cargar con todo? ¿Por qué nadie nos pregunta si estamos bien?
Esa semana, Camila se enfermó otra vez. Fiebre alta, tos seca. No pudo ir al kínder y yo tuve que faltar al trabajo de limpieza donde gano unos pesos extra. Mi madre llamó tres veces para preguntarme si iba a ir a su casa.
—No puedo ir hoy, mamá. Camila está enferma— le dije con voz temblorosa.
Silencio del otro lado.
—¿Y quién me va a ayudar entonces? ¿No ves que yo también estoy sola?— respondió con ese tono que me hacía sentir la peor hija del mundo.
Colgué el teléfono y rompí en llanto. Pedro me abrazó fuerte esa noche.
Pasaron los días y mi madre dejó de llamarme. Sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Pero también empecé a notar cosas nuevas: mis hijos reían más, yo tenía tiempo para leerles cuentos antes de dormir, Pedro y yo pudimos cenar juntos sin prisas por primera vez en meses.
Pero la paz duró poco. Una tarde llegó mi tía Rosa con cara seria.
—Tu mamá dice que ya no la quieres ver… Que la has abandonado— soltó sin rodeos.
Sentí cómo la vergüenza me subía por el cuerpo como un incendio.
—No es eso… Es que no puedo con todo… Tengo dos hijos pequeños y Pedro trabaja mucho…— intenté explicar.
Mi tía negó con la cabeza.—Mira Mariana, todas hemos pasado por esto. Pero una madre es una madre. No la vayas a dejar sola ahora que está grande.
Esa noche no pude dormir. Me debatía entre el deber y mi propia vida. Recordé las veces que mi madre me cuidó cuando era niña; pero también recordé las veces que me gritó o me hizo sentir menos por no ser como ella quería.
Al día siguiente fui a verla. Su casa olía igual que siempre: mezcla de nostalgia y soledad. Me recibió seria, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Perdón mamá… No quería hacerte sentir mal— le dije apenas crucé la puerta.
Ella me miró largo rato antes de hablar.—Tú eres lo único que tengo… Si tú no vienes, ¿quién va a estar conmigo?
Me senté junto a ella y lloramos juntas. Por primera vez le dije lo que sentía: el cansancio, la culpa, el miedo de perderme a mí misma por querer ser la hija perfecta.
Mi madre guardó silencio mucho rato.—No sabía que te sentías así… Yo solo tengo miedo de quedarme sola como tu abuela…
Nos abrazamos fuerte. No resolvimos todo en ese momento, pero algo cambió entre nosotras: aprendimos a hablar desde el dolor y no desde el reproche.
Hoy sigo ayudando a mi madre cuando puedo, pero ya no cargo sola con todo. Pedro me apoya más en casa; mis hijos entienden que mamá también necesita descansar; incluso mi tía Rosa viene a ayudar algunos días.
A veces todavía siento culpa cuando digo «no» o pongo límites. Pero también siento alivio al saber que estoy construyendo algo diferente para mis hijos: una familia donde todos cuidamos de todos, pero sin olvidarnos de nosotros mismos.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber y sus propios sueños? ¿Cuántas veces hemos callado nuestro cansancio por miedo a decepcionar a quienes amamos?