La traición que nunca imaginé: entre la amistad y el amor roto
—¿Por qué lloras, Camila? —le pregunté mientras le servía un café en mi cocina, esa tarde lluviosa de agosto en Buenos Aires. Ella tenía los ojos hinchados, las manos temblorosas. Yo, como siempre, estaba ahí para ella.
—No sé si puedo seguir con esto, Sofía —me dijo, mirando la taza como si en el fondo pudiera encontrar respuestas—. Siento que se me va la vida intentando salvar algo que ya está muerto.
Durante años, fui su confidente, su refugio. Camila era mi mejor amiga desde la universidad. Compartimos noches de estudio, risas en los bares de Palermo, sueños de juventud y hasta el primer departamento alquilado juntas. Cuando se casó con Martín, fui su madrina. Cuando nació su hija, fui la primera en sostenerla en brazos. Éramos inseparables. O al menos eso creía yo.
Mi propia vida parecía estable. Tenía a Daniel, mi esposo desde hacía quince años, y dos hijos que llenaban la casa de risas y peleas cotidianas. Siempre pensé que la familia y la amistad eran mis dos grandes certezas. Pero la vida tiene una forma cruel de mostrarte lo equivocada que puedes estar.
Camila venía a mi casa cada vez que discutía con Martín. Yo la escuchaba, le daba consejos, incluso llegué a hablar con él para intentar mediar. «No la dejes ir, Martín. Camila te ama», le dije una vez, convencida de que hacía lo correcto. Nunca imaginé que mientras yo intentaba salvar su matrimonio, ella estaba destruyendo el mío.
Todo empezó a cambiar el día que encontré un mensaje extraño en el celular de Daniel. «Te extraño. No puedo esperar a verte mañana». El número no estaba guardado, pero el tono era inconfundible. Sentí un frío en el estómago y una rabia sorda que me quemaba por dentro. Esa noche no dormí. Miré a Daniel mientras roncaba a mi lado y me pregunté quién era esa mujer.
Al día siguiente, enfrenté a Daniel.
—¿Hay algo que quieras contarme? —le pregunté con voz temblorosa.
Él me miró confundido, luego molesto.
—¿De qué hablas? Estás paranoica.
No insistí. Guardé el dolor y la sospecha como quien esconde una herida bajo la ropa para que nadie la vea sangrar. Pero empecé a observarlo: llegadas tarde, excusas vagas, el celular siempre boca abajo.
Busqué consuelo en Camila.
—Siento que Daniel me está engañando —le confesé una tarde mientras paseábamos por el parque con nuestros hijos.
Ella me abrazó fuerte.
—No digas eso, Sofi. Daniel te adora —me susurró al oído.
Quise creerle. Pero algo en su voz me sonó falso, como si estuviera actuando un papel que ya no le quedaba bien.
Pasaron semanas hasta que la verdad salió a la luz de la forma más cruel. Una noche, Daniel olvidó cerrar su sesión de WhatsApp en la computadora familiar. Vi los mensajes: fotos, palabras de amor, promesas de escapadas juntos. El remitente era Camila.
Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies. No podía respirar. Mi mejor amiga, mi hermana del alma, era la amante de mi esposo. Todo lo que había hecho por ella —los consejos, las lágrimas compartidas, los intentos por salvar su matrimonio— ahora me parecían una burla cruel del destino.
La confronté al día siguiente. Fui a su casa sin avisar. Ella abrió la puerta y supo al instante que yo lo sabía.
—¿Por qué? —le pregunté apenas pude articular palabra—. ¿Por qué me hiciste esto?
Camila se derrumbó en lágrimas.
—No sé… No quería hacerte daño… Todo se fue dando… Yo estaba tan sola… Martín nunca me miraba… Y Daniel… él me escuchaba…
—¡Era mi esposo! —grité— ¡Mi familia!
—Sofía… perdóname…
No podía escucharla más. Salí corriendo de ahí como si huyera del incendio más devastador de mi vida.
En casa, enfrenté a Daniel. No negó nada. Me pidió perdón entre sollozos y excusas baratas sobre sentirse solo, sobre cómo yo estaba siempre ocupada con los niños o con Camila.
—¿Y qué esperabas? —le grité— ¡Si tú eras mi compañero! ¡Tú eras mi familia!
Esa noche dormí sola por primera vez en quince años. Los niños preguntaron por qué papá no estaba en casa y yo no supe qué decirles. Sentí una soledad tan profunda que pensé que nunca podría salir de ese pozo oscuro.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de Camila pidiéndome perdón, mensajes de Daniel suplicando otra oportunidad, mi madre diciéndome que pensara en los niños antes de tomar cualquier decisión. En el trabajo apenas podía concentrarme; todo me recordaba a ellos: una canción en la radio, una foto vieja en el celular, el aroma del café por las mañanas.
La familia de Daniel intentó mediar: «Piensa en tus hijos», «Todos cometemos errores». Pero yo ya no podía confiar ni en mi sombra.
Pasaron meses antes de poder mirar a mis hijos sin sentir culpa o rabia. Decidí separarme de Daniel y cortar todo contacto con Camila. Fue como arrancarme una parte del alma, pero era necesario para sobrevivir.
Hoy sigo reconstruyendo mi vida desde los escombros de esa traición doble. Aprendí que ni la amistad ni el amor son garantías eternas; ambos pueden romperse cuando menos lo esperas.
A veces me pregunto: ¿cómo se sigue adelante después de perderlo todo? ¿Cómo se vuelve a confiar cuando quienes más amas te clavan el puñal más hondo? ¿Ustedes han sentido alguna vez una traición así? ¿Qué harían en mi lugar?