La promesa rota de Mariana
—¡Mamá, por favor, ábreme!—. El grito de Mariana retumbó en la madrugada, golpeando mi pecho como un puño invisible. Corrí descalza hasta la puerta, con el corazón en la garganta. Al abrirla, la vi: empapada por la lluvia, los ojos hinchados de tanto llorar, abrazando su vientre como si intentara proteger un secreto demasiado grande para ella sola.
Nunca olvidaré ese instante. Mariana, mi hija rebelde, la que siempre juró que jamás tendría hijos, estaba ahí, temblando y embarazada. La abracé sin preguntar nada. Sentí su cuerpo frágil y roto entre mis brazos, y por primera vez desde que era niña, se dejó consolar.
—No sé qué hacer, mamá. No sé si puedo con esto— susurró entre sollozos.
Desde pequeña, Mariana fue distinta. Mientras las hijas de mis amigas jugaban a las muñecas y soñaban con bodas y bebés, ella prefería los libros de aventuras y los mapas del mundo. “No es para mí, mamá”, repetía cada vez que alguien le preguntaba si quería ser madre algún día. “Quiero libertad, mi vida, viajar, retos interesantes”. Yo nunca la presioné. Aunque en silencio soñaba con nietos, aprendí a respetar sus decisiones.
Pero ahora todo eso se desmoronaba frente a mí.
—¿Quién es el padre?— pregunté con voz suave, temiendo la respuesta.
Mariana bajó la mirada. Un silencio espeso llenó la sala. Afuera, la lluvia seguía golpeando los ventanales.
—Es… es Julián— murmuró finalmente.
Sentí que el mundo se detenía. Julián era el mejor amigo de su hermano menor, Tomás. Un muchacho noble, pero con una vida complicada: su madre lo abandonó de niño y su padre bebía demasiado. Siempre estuvo en casa, casi como un hijo más. Pero nunca imaginé esto.
—¿Julián? ¿Estás segura?—
Ella asintió, mordiéndose los labios para no llorar otra vez.
—Fue un error… una noche después de la fiesta de Tomás. Yo estaba triste porque me habían rechazado en el trabajo que quería en Bogotá. Julián me escuchó… y pasó lo que pasó. No lo amo, mamá. Ni siquiera sé si él quiere saberlo.
Me senté junto a ella en el sofá, tratando de asimilarlo todo. Mi hija, la que siempre huyó de los compromisos, ahora enfrentaba el mayor de todos. Y yo… yo debía ser fuerte por las dos.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mariana no quería ver a nadie. Apenas comía. Yo hacía lo posible por animarla: preparaba sus comidas favoritas, le hablaba de mi propio embarazo cuando era joven y asustada en Medellín, le recordaba que no estaba sola.
Pero la noticia no tardó en explotar en casa. Tomás llegó una tarde furioso.
—¿Por qué nadie me dijo nada? ¡Julián es mi amigo! ¿Cómo pudieron hacerme esto?— gritó, lanzando una silla contra la pared.
Mariana se encogió en un rincón, incapaz de mirarlo a los ojos.
—No fue planeado… Perdón, Tomás— balbuceó ella.
La tensión se instaló como una nube negra sobre nosotros. Mi esposo Ernesto intentaba mediar, pero también estaba herido. “¿Cómo vamos a enfrentar esto ante la familia?”, me preguntaba en voz baja cada noche.
En el barrio las habladurías no tardaron en llegar. Las vecinas murmuraban al verme en la tienda: “¿Viste lo de Mariana? Tan inteligente que era…”. Sentí rabia e impotencia, pero también miedo por el futuro de mi hija y ese nieto inesperado.
Una tarde decidí buscar a Julián. Lo encontré trabajando en el taller mecánico de su tío. Al verme, bajó la cabeza avergonzado.
—Señora Lucía… yo no quise…—
Lo interrumpí con un gesto firme.
—No vengo a juzgarte, Julián. Solo quiero saber si piensas hacerte cargo.—
Él tragó saliva y asintió lentamente.
—No tengo mucho que ofrecerle a Mariana ni al bebé… Pero no voy a huir.—
Volví a casa con sentimientos encontrados. ¿Era suficiente su promesa? ¿Podría Mariana perdonarse a sí misma por haber roto su propia promesa?
El embarazo avanzó entre altibajos. Hubo días en que Mariana parecía aceptar su nueva realidad: acariciaba su vientre y me preguntaba cómo sería tener un hijo propio. Pero otras veces caía en una tristeza profunda y hablaba de irse lejos, empezar de cero donde nadie la conociera.
El parto llegó una madrugada lluviosa —como aquella noche fatídica—. Sostuve su mano mientras gritaba y lloraba de miedo y dolor. Cuando por fin escuchamos el llanto del bebé —una niña pequeña y fuerte— sentí que algo se rompía y se reconstruía dentro de mí al mismo tiempo.
Mariana miró a su hija con lágrimas en los ojos.
—No sé si puedo ser buena madre…— susurró.
La abracé fuerte.
—Nadie nace sabiendo cómo ser madre, hija. Pero aquí estoy contigo.—
Hoy, meses después, Mariana sigue luchando con sus miedos y dudas. Julián visita a la niña cada semana; Tomás poco a poco ha aprendido a perdonar. La familia no volvió a ser la misma, pero aprendimos a vivir con las cicatrices y los nuevos comienzos.
A veces me pregunto si hice bien en no presionar nunca a Mariana para que tuviera hijos o si debí prepararla mejor para enfrentar la vida real. ¿Cuántas veces nuestros hijos rompen sus propias promesas y nos piden ayuda cuando menos lo esperamos? ¿Y cuántas veces somos capaces de perdonarles —y perdonarnos— por no haber previsto lo imprevisible?