La nota en la maleta: una traición en la Ciudad de México
—¿Otra vez te vas, Mauricio? —La voz de Mariana retumbó en la cocina, mezclándose con el chisporroteo del aceite y el aroma a milanesa recién hecha. Yo apenas crucé la puerta, tiré el portafolio junto al perchero y me dejé caer en la silla, sintiendo el sudor pegajoso del metro y el cansancio de un día eterno en la oficina.
—No es mi culpa, Mariana. El jefe quiere que esté en Monterrey mañana a primera hora. —Intenté sonar firme, pero mi voz tembló. Sabía lo que venía: el silencio, ese que se instala entre dos personas cuando ya no queda nada más que decir.
Ella apagó la estufa de golpe y se quedó mirándome, los ojos oscuros llenos de reproche.
—¿Y si esta vez no te espero? —susurró, casi inaudible.
No respondí. Me levanté, fui a la recámara y empecé a buscar mi maleta. Mariana entró detrás de mí, cruzada de brazos.
—¿Vas a seguir fingiendo que todo está bien? —preguntó, pero yo solo saqué camisas y calcetines del cajón, doblándolos con manos torpes.
Esa noche dormimos espalda con espalda. El ventilador zumbaba y afuera los cláxones no daban tregua. Antes de dormir, sentí su mano rozar mi hombro, pero no me giré. Había algo roto entre nosotros desde hacía meses, algo que ninguno se atrevía a nombrar.
Al día siguiente, salí temprano. Mariana me alcanzó en la puerta con la maleta lista.
—Que te vaya bien —dijo, sin mirarme a los ojos.
El viaje fue un borrón: aeropuerto, taxi, reuniones interminables. Pero todo cambió cuando abrí la maleta en el hotel. Entre mis camisas encontré una hoja doblada en cuatro. Al principio pensé que era una lista de cosas por comprar o alguna nota olvidada. Pero al desplegarla, reconocí la letra de Mariana:
«Mauricio: Si lees esto es porque ya no puedo más. Sé que hay otra persona. No sé si es tu secretaria o esa tal Paulina con la que siempre hablas por WhatsApp. Lo sé todo. No quiero pelear más. Cuando regreses, ya no estaré aquí. Cuida a Emiliano. Él no tiene la culpa de nada.»
El mundo se me vino encima. Sentí un frío recorrerme el cuerpo y tuve que sentarme en la cama para no caerme. ¿Cómo podía pensar eso Mariana? ¿De dónde sacaba esas ideas? Sí, había estado distante, sí, había mensajes con Paulina, pero solo hablábamos del trabajo… ¿o acaso yo mismo me estaba engañando?
Llamé a Mariana una, dos, tres veces. No contestó. Mandé mensajes que quedaron en visto. La angustia me carcomía mientras intentaba concentrarme en las reuniones. Cada vez que sonaba mi celular, el corazón me daba un vuelco.
Esa noche no pude dormir. Pensé en Emiliano, nuestro hijo de ocho años, en cómo le explicaría que mamá ya no estaría cuando regresara. Pensé en los domingos en Chapultepec, en las peleas por tonterías y en los silencios cada vez más largos.
Al tercer día de viaje, recibí un mensaje de mi hermana Lucía: «Mauricio, ven rápido. Mariana se fue y dejó a Emiliano conmigo».
Pedí permiso para regresar antes y tomé el primer vuelo a Ciudad de México. El trayecto fue una tortura; cada minuto era una punzada de culpa y miedo.
Cuando llegué al departamento, todo estaba igual y al mismo tiempo distinto: las plantas secas, la cama sin tender, los juguetes de Emiliano regados por el piso. Lucía me abrazó fuerte.
—¿Qué pasó? —preguntó.
No supe qué decirle. Solo lloré como no lo hacía desde niño.
Esa noche me acosté junto a Emiliano. Él me miró con esos ojos enormes y tristes.
—¿Mamá va a volver? —preguntó bajito.
—No lo sé, hijo —respondí con un nudo en la garganta—. Pero aquí estoy yo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana no respondía llamadas ni mensajes. Su familia tampoco sabía nada o fingían no saberlo. En el trabajo me dieron unos días para arreglar «mis asuntos personales».
Paulina vino a buscarme una tarde al ver que no contestaba sus mensajes del trabajo.
—¿Estás bien? —preguntó desde la puerta.
—No —le dije—. Mariana se fue porque piensa que tú y yo…
Paulina bajó la mirada.
—¿Y tú qué piensas? —susurró.
No supe qué responderle. Había algo entre nosotros, sí; una tensión, una complicidad nacida del cansancio y la rutina compartida en la oficina. Pero nunca pasó nada… ¿o sí? ¿Dónde empieza la traición? ¿En un beso? ¿En un mensaje fuera de horario? ¿En las ganas de escapar?
Esa noche busqué fotos viejas: Mariana y yo en Acapulco antes de casarnos; Emiliano recién nacido; los tres en Xochimilco riendo bajo el sol. Me pregunté cuándo dejamos de ser felices.
Una semana después recibí un correo de Mariana:
«No busques explicaciones fáciles. No es solo Paulina ni tus viajes ni tus silencios. Es todo junto. Es sentirme invisible mientras tú vives para el trabajo y yo para sostener una casa vacía. No sé si algún día podré perdonarte o perdonarme a mí misma por irme así».
Le respondí con el corazón en la mano:
«No supe verte ni escucharte cuando más lo necesitabas. No sé si esto tiene arreglo, pero quiero intentarlo por Emiliano y por nosotros».
Pasaron semanas antes de que Mariana aceptara hablar conmigo cara a cara. Nos vimos en un café cerca del parque México. Ella llegó con el cabello recogido y los ojos hinchados de tanto llorar.
—No quiero volver solo porque tenemos un hijo —dijo—. Quiero volver si podemos ser mejores para él y para nosotros mismos.
—Yo también —le respondí—. Pero no sé cómo empezar.
Nos quedamos callados largo rato, mirando pasar a la gente apurada bajo el cielo gris de la ciudad.
Hoy han pasado seis meses desde aquella nota en la maleta. Mariana y yo vamos despacio; terapia de pareja, tardes con Emiliano en el parque, cenas sin celulares sobre la mesa. A veces siento miedo de volver a fallar; otras veces tengo esperanza.
Me pregunto si alguna vez uno puede reparar lo roto o si solo aprendemos a vivir con las grietas del corazón.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una traición invisible? ¿O hay heridas que nunca sanan?