El precio del silencio: la deuda de mi hijo

—Mamá, necesito hablar contigo. Es urgente.

Las palabras de Julián me atravesaron como un cuchillo. Estaba en la fila del supermercado, con la cabeza llena de cuentas y listas de compras, cuando su voz temblorosa me sacó de mi rutina. No era el mismo niño que corría por el patio de la casa en San Miguel de Tucumán, ni el adolescente que me pedía permiso para salir con sus amigos. Era un hombre de treinta años, con una sombra en los ojos que no supe ver a tiempo.

Esa tarde, mientras el sol caía sobre los techos de chapa y el aroma a guiso llenaba la cocina, lo vi llegar. Caminaba encorvado, como si el peso del mundo le aplastara los hombros. Se sentó frente a mí, evitando mi mirada. El silencio era tan denso que podía oír el tic-tac del reloj y el zumbido lejano de una moto pasando por la calle.

—Mamá… —empezó, tragando saliva—. Estoy metido en un problema. Necesito que me ayudes.

Mi corazón se aceleró. Pensé en mil cosas: una enfermedad, un accidente, un despido. Pero nunca imaginé lo que estaba por escuchar.

—Debo plata, mamá. Mucha. Si no pago esta semana, no sé qué puede pasarme.

No pregunté mucho. El miedo me ganó. Vi en sus ojos el mismo terror que sentí cuando su papá nos dejó sin nada y tuve que salir a limpiar casas para darle de comer. Sin pensarlo dos veces, fui al banco al día siguiente y pedí un crédito. Firmé papeles sin leerlos bien, confiando en que todo saldría bien porque era por mi hijo.

Le di el dinero en efectivo. Julián lloró y me abrazó fuerte, como cuando era chico y tenía pesadillas. Me prometió que era la última vez, que aprendería la lección.

Pero las semanas pasaron y empecé a notar cosas raras: llamadas a deshoras, mensajes que borraba rápido, noches sin dormir. Un día encontré una nota en su mochila: «Club de Apuestas Tucumán – Saldo pendiente». Sentí un frío en el estómago.

Lo enfrenté una noche, mientras lavaba los platos y él miraba la tele sin sonido.

—Julián, ¿en qué gastaste la plata? —pregunté con voz firme.

Él bajó la cabeza. No hizo falta que respondiera. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y yo sentí que el mundo se me venía abajo.

—No puedo parar, mamá —susurró—. Intento dejarlo, pero siempre vuelvo. Cuando gano algo, siento que puedo recuperar todo lo perdido… pero nunca es suficiente.

Me quedé muda. Recordé a mi hermano Raúl, que perdió todo por las carreras de caballos en Salta; a mi vecina Marta, que hipotecó su casa por las maquinitas del casino. Sabía lo que era esa enfermedad, pero nunca pensé que tocaría mi puerta.

Los meses siguientes fueron un infierno. El banco empezó a llamar todos los días. Los intereses crecían como maleza después de la lluvia. Mi hermana Lucía me reprochó haber sido tan confiada:

—¿Cómo le diste plata sin preguntar? ¡Así nunca va a aprender!

Pero yo solo veía a mi hijo hundiéndose más y más. Intenté convencerlo de ir a terapia, pero siempre encontraba una excusa:

—No tengo tiempo… No es para tanto… Puedo solo…

Mientras tanto, yo dejé de comprarme ropa nueva, vendí mi anillo de bodas y empecé a hacer empanadas para vender en la feria los domingos. Cada peso era para pagar la deuda y evitar que nos quitaran la casa.

Una noche escuché a Julián llorar en su cuarto. Entré sin golpear y lo encontré sentado en el piso, rodeado de boletas y recibos.

—Perdón, mamá —dijo entre sollozos—. Te arruiné la vida.

Me arrodillé a su lado y lo abracé fuerte.

—No digas eso, hijo —le susurré—. Pero esto tiene que terminar. No puedo salvarte si vos no querés salvarte también.

Al día siguiente fuimos juntos al centro de adicciones del hospital público. Fue duro verlo admitir frente a una extraña lo que yo ya sabía: «Soy ludópata». Pero también fue el primer paso para salir del pozo.

Hoy han pasado dos años desde aquel día en la cocina. La deuda aún pesa sobre mis hombros; cada mes lucho para pagar las cuotas y mantenernos a flote. Julián sigue en tratamiento; hay días buenos y días malos. A veces recaemos en discusiones amargas:

—¿Por qué no me dijiste la verdad desde el principio?
—Tenía miedo de decepcionarte…

La confianza se reconstruye despacio, como una casa después del terremoto. Pero seguimos juntos, luchando contra el silencio y la vergüenza.

A veces me pregunto si hice bien en ayudarlo sin preguntar demasiado; si el amor de madre puede ser también una trampa cuando se convierte en sacrificio ciego.

¿Hasta dónde debe llegar una madre por su hijo? ¿Y cuándo es momento de soltarlo para que aprenda solo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?