No abandonen a papá: una historia de pérdida y esperanza de perdón

—¿Por qué viniste sin avisar, hijo? —me preguntó mi mamá apenas abrí la puerta de la casa, con esa mezcla de sorpresa y ternura que sólo ella sabe mostrar.

—Estaba cerca, mamá. Sentí que tenía que verte —le respondí, aunque la verdad era otra. No podía más con el peso en el pecho, ese nudo que me apretaba desde hace semanas. Me senté en la mesa de la cocina, donde el olor a café y pan recién hecho me transportó a mi infancia en nuestro barrio de Córdoba.

Ella me miró con esos ojos cansados, llenos de historias y silencios. —¿Te pasa algo, Tomás? —insistió, dejando la taza frente a mí.

No supe qué decirle. Miré mis manos, temblorosas. El reloj de la pared marcaba las 10:15, pero para mí el tiempo se había detenido hace años, desde aquella noche en que papá se fue sin despedirse.

—Mamá… ¿vos alguna vez pensaste en buscarlo? —solté de golpe, sin mirarla.

El silencio fue tan denso que sentí que me ahogaba. Ella dejó la cuchara sobre el plato y suspiró largo.

—Tomás… ya hablamos de esto. Tu papá eligió irse. No fue fácil para nadie —dijo, con la voz quebrada.

—Pero yo era un nene, mamá. Nunca entendí por qué se fue. ¿Por qué nadie me lo explicó? —mi voz temblaba entre el enojo y la tristeza.

Ella se sentó frente a mí y me tomó la mano. —No había palabras, hijo. Yo tampoco entendía nada. Sólo traté de protegerte.

Me mordí los labios para no llorar. Recordé las noches esperando escuchar sus pasos en el pasillo, los domingos vacíos en la cancha sin él, las veces que me preguntaron en la escuela por qué mi papá nunca iba a los actos.

—¿Y si lo busco? —pregunté casi en un susurro.

Mi mamá apretó mi mano más fuerte. —¿Para qué? ¿Para abrir heridas viejas? —sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

—Para entender… para saber si alguna vez pensó en nosotros —respondí. Sentía que si no lo hacía ahora, nunca iba a poder seguir adelante.

El teléfono sonó y nos sobresaltó a los dos. Era mi hermana Lucía, que llamaba desde Rosario. Mamá contestó rápido, como si necesitara escapar de la conversación.

Me quedé solo en la cocina, mirando las fotos familiares pegadas en la heladera: Lucía con su diploma de médica, yo con mi camiseta del Talleres, mamá sonriendo en una navidad lejana… y papá, abrazándonos a los dos cuando todavía éramos una familia.

Cuando mamá volvió, tenía los ojos rojos. —Lucía dice que te extraña. Que vayas a visitarla —me dijo, pero yo ya estaba lejos, perdido en mis pensamientos.

—Mamá… ¿vos lo odiaste alguna vez? —pregunté de golpe.

Ella negó con la cabeza. —No se puede odiar a quien uno amó tanto. Pero sí me dolió… mucho. Y todavía duele.

Sentí un vacío enorme. ¿Cómo se sigue adelante cuando falta una parte tan grande de tu vida?

Esa noche no pude dormir. Di vueltas en la cama hasta que decidí buscarlo. No tenía mucho: un nombre, una foto vieja y un par de recuerdos borrosos. Empecé por preguntar a los vecinos del barrio viejo, donde vivíamos antes de mudarnos al departamento chico después del divorcio.

—¿El señor Ernesto? Hace años que no lo veo… creo que se fue al norte —me dijo doña Marta, la vecina del almacén.

Fui a la terminal y compré un pasaje a Salta. No sabía si lo iba a encontrar ni qué le iba a decir si lo hacía. Sólo sabía que necesitaba respuestas.

El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los paisajes cambiantes: campos secos, montañas lejanas, pueblos perdidos entre la niebla matinal. Pensaba en mamá, en Lucía, en todo lo que habíamos perdido desde aquella noche fatídica.

Al llegar a Salta caminé por calles empedradas buscando algún rastro suyo. Pregunté en bares, talleres mecánicos, hasta que una tarde alguien me reconoció por la foto.

—Sí… Ernesto trabaja en una carpintería cerca del río —me dijo un hombre mayor con acento norteño.

Fui hasta allá con el corazón latiendo fuerte. Lo vi de espaldas, encorvado sobre una mesa de madera. Tenía el pelo más canoso y la espalda más ancha de lo que recordaba.

—Papá… —dije apenas pude juntar coraje.

Él se dio vuelta despacio. Sus ojos se abrieron grandes al verme.

—Tomás… hijo…

Nos quedamos mirándonos sin palabras durante un rato eterno. Él dejó las herramientas y se limpió las manos en el delantal.

—No pensé que te animarías a buscarme —dijo al fin, con voz ronca.

—Necesitaba entender por qué te fuiste —le respondí, sintiendo cómo me temblaban las piernas.

Se sentó en un banco y me hizo señas para que me acercara. Yo dudé un segundo antes de sentarme frente a él.

—No fue fácil para mí tampoco —empezó—. Me sentía ahogado… sin trabajo, sin plata… Tu mamá y yo peleábamos todo el tiempo. Pensé que si me iba los iba a dejar vivir en paz… pero sólo conseguí lastimarlos más.

Lo miré con rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Y nunca pensaste en nosotros? ¿En mí? ¿En Lucía?

Él bajó la cabeza. —Todos los días me arrepiento, Tomás. Pero no supe cómo volver… Me dio vergüenza… miedo…

Sentí ganas de gritarle todo lo que había guardado tantos años: el dolor, el abandono, la rabia. Pero sólo pude llorar en silencio.

Él me abrazó torpemente. Olía a madera y tabaco viejo. Por un instante volví a ser ese nene que esperaba verlo llegar cada noche.

Nos quedamos así un rato largo. Después hablamos de mamá, de Lucía, de todo lo que pasó mientras él no estaba. Me pidió perdón una y otra vez.

Antes de irme le pregunté si quería volver a vernos algún día. Él asintió con lágrimas en los ojos.

Volví a Córdoba con el corazón revuelto pero más liviano. Cuando le conté todo a mamá lloramos juntos por primera vez en años. Lucía también quiso hablar con él por teléfono.

No sé si algún día vamos a ser una familia como antes. Pero ahora entiendo que todos cargamos heridas y culpas difíciles de sanar.

A veces me pregunto: ¿cuánto daño hace el silencio? ¿Cuántas familias viven rotas por no animarse a hablar? ¿Y si el perdón es el primer paso para volver a empezar?