Cartas bajo el polvo: el secreto de Ernesto

—¿Por qué guardabas esto, Ernesto? —susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía la caja polvorienta entre mis manos temblorosas.

El apartamento estaba en silencio, apenas interrumpido por el zumbido lejano de los autos en la avenida Insurgentes. Habían pasado solo dos semanas desde que Ernesto partió, y yo seguía moviéndome como un fantasma entre las habitaciones, recogiendo sus camisas, oliendo sus libros, llorando en su lado de la cama. Creí que lo conocía todo de él: sus manías, sus silencios, hasta la forma en que se reía cuando veía fútbol los domingos. Pero esa tarde, al limpiar el fondo del armario, encontré la caja de madera. No era grande, pero pesaba como si dentro llevara piedras.

La abrí con manos torpes. Dentro había decenas de cartas, todas dirigidas a una misma persona: Lucía Ramírez. El nombre me golpeó como un puñetazo. Lucía. La mujer de la que Ernesto me habló una sola vez, hace más de treinta años, cuando apenas éramos novios en la Ciudad de México. “Fue mi primer amor”, me dijo entonces, “pero eso quedó atrás”. Yo le creí. ¿Por qué no habría de hacerlo?

Me senté en el suelo, rodeada de cajas y polvo, y empecé a leer. La primera carta era de 1991. «Querida Lucía: Hoy soñé contigo. No sé si alguna vez podré olvidarte del todo…». Sentí que el aire se volvía más denso. Ernesto escribía con una ternura que nunca le escuché en voz alta. Hablaba de mí, de nuestros hijos, de su trabajo como contador en la delegación, pero sobre todo hablaba de ella: de cómo la extrañaba, de cómo a veces sentía que su vida había tomado un rumbo equivocado.

Leí carta tras carta. Algunas eran respuestas de Lucía: «Ernesto, no podemos volver al pasado…»; «Me alegra saber que eres feliz, aunque a veces yo también me pregunto cómo habría sido todo si hubiéramos luchado más». Había cartas escritas desde Veracruz, donde Lucía vivía con su esposo y sus hijos. Cartas llenas de nostalgia, pero también de resignación.

Las lágrimas me corrían por las mejillas. ¿Quién era yo para Ernesto? ¿Su compañera o solo un refugio? ¿Había sido feliz conmigo o solo aprendió a conformarse? Recordé todas las veces que discutimos por tonterías: por el arroz quemado, por el dinero que nunca alcanzaba, por los sueños que dejamos en pausa para criar a nuestros hijos. ¿Había estado pensando en Lucía mientras me abrazaba por las noches?

Esa noche no dormí. Esperé a que amaneciera para llamar a mi hermana Marta.

—¿Qué te pasa? —preguntó al oír mi voz temblorosa.

—Encontré algo… algo que no sé cómo manejar —le dije entre sollozos.

Marta llegó en menos de una hora con pan dulce y café. Le mostré las cartas. Las leyó en silencio, acariciando mi mano.

—No sabes todo lo que pasa en el corazón de otra persona —me dijo al fin—. Pero eso no borra lo que vivieron juntos.

—¿Y si nunca me amó como yo pensaba?

—Tal vez te amó a su manera. O tal vez amó a dos personas al mismo tiempo. Eso pasa más seguido de lo que crees.

No pude evitar sentir rabia. Rabia contra Ernesto por guardarse ese pedazo de vida; rabia contra Lucía por seguir presente en su memoria; rabia contra mí misma por no haberlo notado nunca.

Los días siguientes fueron una mezcla de recuerdos y reproches internos. Miraba las fotos familiares y buscaba señales: una mirada esquiva, una sonrisa forzada. Pero todo parecía normal. ¿Cuántas parejas viven así, con secretos enterrados bajo la rutina?

Un domingo decidí buscar a Lucía. Encontré su dirección en una carta reciente y tomé un autobús a Veracruz. El viaje fue largo y silencioso; mis pensamientos eran un torbellino.

La casa era sencilla, pintada de azul claro. Toqué el timbre con el corazón en la garganta. Abrió una mujer de cabello canoso y ojos tristes.

—¿Lucía Ramírez? —pregunté.

—Sí… ¿la puedo ayudar?

—Soy Elena, la esposa de Ernesto.

Lucía palideció y me invitó a pasar sin decir palabra. Nos sentamos en la sala, rodeadas de fotos antiguas y olor a café recién hecho.

—Supongo que encontraste las cartas —dijo al fin.

Asentí, incapaz de hablar.

—Nunca quise hacerte daño —continuó—. Lo nuestro fue solo un recuerdo bonito… algo que nos ayudaba a seguir adelante cuando la vida se ponía difícil.

—¿Por qué siguieron escribiéndose?

—Porque nos entendíamos —respondió ella con lágrimas en los ojos—. Pero él te eligió a ti todos los días. Yo también tuve mi familia… pero nunca olvidé lo que fuimos.

Nos abrazamos y lloramos juntas por todo lo perdido y lo imposible.

Regresé a casa sintiéndome más ligera, pero también más consciente de la fragilidad del amor humano. Guardé las cartas en la caja y las coloqué en el fondo del armario otra vez.

Hoy miro el atardecer desde mi ventana y me pregunto: ¿Es posible amar a dos personas al mismo tiempo? ¿Cuántos secretos caben en un corazón sin dejar de amar sinceramente?

¿Ustedes qué piensan? ¿El amor verdadero admite secretos o es precisamente eso lo que lo hace humano?