No me olviden: una historia de abandono y redención en el corazón de Lima

—¿Por qué viniste así, sin avisar? —me preguntó mi madre apenas abrí la puerta de su pequeño departamento en Breña. Su voz temblaba entre la sorpresa y la preocupación, como si presintiera que algo grave me traía hasta aquí.

—Estaba cerca, mamá. Solo quería verte —mentí, porque la verdad era que no podía seguir cargando solo con el peso de mi rabia. Me senté en la mesa de la cocina, donde aún olía a café pasado y pan francés del mercado.

Mi madre, Rosa, se movía nerviosa entre la tetera y los platos. Sus manos, curtidas por años de trabajo en casas ajenas, temblaban apenas. Yo la miraba y sentía una mezcla de ternura y culpa. ¿Cuántas veces había evitado venir? ¿Cuántas veces la había dejado sola, igual que mi padre nos dejó a nosotros?

—¿Y tu papá? —preguntó de pronto, como si leyera mis pensamientos. El silencio se hizo pesado. No respondí al instante. Ella suspiró, resignada.—Siempre lo mismo, hijo. Siempre ese silencio cuando se trata de él.

No podía evitarlo. Desde que tenía memoria, mi padre era una sombra en mi vida. Se llamaba Ernesto y se fue cuando yo tenía ocho años. Recuerdo el portazo, los gritos ahogados de mi madre y el eco de sus pasos alejándose por las escaleras del edificio. Nunca volvió a vivir con nosotros. A veces llamaba, otras veces ni eso. Crecí con la promesa rota de que algún día regresaría.

—No quiero hablar de él —dije al fin, apretando los puños bajo la mesa.

Mi madre se sentó frente a mí. Me miró con esos ojos grandes y cansados que parecían suplicar: «No me odies por lo que no pude evitar».

—Hijo, ya eres un hombre. No puedes seguir viviendo con ese rencor —me dijo suavemente.

La miré, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro. ¿Cómo podía pedirle eso? ¿Cómo podía perdonar a quien nunca estuvo? Pero también sabía que ese odio me estaba destruyendo.

—¿Sabes lo que es crecer esperando que alguien te quiera? —le solté de golpe.—¿Sabes lo que es mirar cada Navidad la puerta esperando que aparezca?

Mi madre bajó la mirada. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Claro que lo sé, hijo. Yo también lo esperé… pero aprendí a seguir adelante.

No supe qué decir. El silencio volvió a instalarse entre nosotros, solo interrumpido por el silbido de la tetera.

—Toma tu té —me dijo al fin.—Y dime qué te pasa de verdad.

Respiré hondo. No era solo mi padre lo que me dolía. Era todo: el trabajo que no me llenaba, la soledad del departamento donde vivía, el miedo a convertirme en alguien igual a él.

—Mamá… creo que estoy perdiendo todo —confesé.—No sé si sirvo para algo. Siento que nadie me necesita.

Ella se levantó y me abrazó fuerte, como cuando era niño y tenía pesadillas.

—Yo te necesito —susurró.—Y aunque no lo creas, tu padre también te necesita.

Me aparté bruscamente.

—¡No digas eso! Él nunca estuvo. Nunca le importé.

Mi madre suspiró otra vez.

—No sabes toda la historia, hijo. Nadie es solo bueno o malo. Tu papá cometió errores, pero también sufrió mucho.

La miré incrédulo.

—¿Ahora lo vas a defender?

—No lo defiendo —dijo.—Solo quiero que entiendas que el odio no te va a devolver nada. Si no puedes perdonarlo por él, hazlo por ti.

Me quedé callado. Afuera comenzaba a llover sobre los techos de calamina del barrio. El sonido era como un murmullo triste que acompañaba nuestra conversación.

De pronto, sonó el teléfono fijo. Mi madre fue a contestar y yo escuché su voz temblorosa al otro lado del pasillo.

—¿Aló?… Sí… Sí, está aquí…

Regresó pálida.

—Es tu papá —dijo.—Quiere hablar contigo.

Sentí un nudo en el estómago. No quería hacerlo, pero algo en la mirada de mi madre me obligó a tomar el auricular.

—¿Aló? —dije con voz dura.

Del otro lado escuché una tos seca y luego su voz gastada:

—Hola, hijo…

No supe qué decir. Quise colgar, pero no pude.

—¿Qué quieres? —pregunté al fin.

—Solo… saber cómo estás —respondió él.—Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero… estoy enfermo, hijo. Quería verte antes de…

Se le quebró la voz. Sentí una punzada en el pecho. ¿Era verdad o solo otra excusa?

—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años? —le reclamé.

—Porque uno se da cuenta tarde de lo que perdió…

Colgué sin decir más. Me temblaban las manos. Mi madre me miró con tristeza.

—No puedes huir toda la vida —me dijo.—Si no lo ves ahora, tal vez no tengas otra oportunidad.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido por aferrarme al rencor: amigos, parejas, incluso oportunidades laborales porque siempre desconfiaba de todos. ¿Era justo seguir así?

Al día siguiente fui al hospital donde mi padre estaba internado. El olor a desinfectante me revolvió el estómago. Lo encontré en una cama junto a la ventana, más viejo y frágil de lo que recordaba.

Me miró con ojos llenos de culpa y esperanza al mismo tiempo.

—Gracias por venir —susurró.—No merezco tu perdón, pero quería decirte que siempre te quise… aunque no supe cómo demostrarlo.

Me senté a su lado sin saber qué hacer. Las palabras se me atoraban en la garganta.

—Te odié mucho tiempo —le confesé.—Pero ya no quiero vivir así.

Él asintió, con lágrimas en los ojos.

—Lo siento tanto…

Nos quedamos en silencio largo rato. No hubo abrazos ni grandes discursos. Solo dos hombres rotos intentando reconstruir algo entre las ruinas del pasado.

Cuando salí del hospital sentí un peso menos sobre los hombros. No sé si lo perdoné del todo, pero al menos dejé de odiarlo.

Ahora entiendo que todos cargamos heridas invisibles y que el perdón no es un regalo para quien nos lastimó, sino para nosotros mismos.

¿Y ustedes? ¿Han podido perdonar alguna vez a quien más los hirió? ¿Vale la pena cargar toda una vida con ese peso?