Después de 35 años, mi esposo me dejó por una sanadora: la vida después del abandono

—¿Así que te vas con ella? —mi voz temblaba, pero no era de miedo, sino de una rabia que me quemaba por dentro.

Mauro ni siquiera me miró a los ojos. Sostenía su maleta con una mano y con la otra el escapulario que le regaló su madre hace años. Ese mismo escapulario que yo le colgué en el cuello la noche que nació nuestra hija, Lucía. Ahora, después de 35 años juntos, se iba. Y no por otra mujer cualquiera, sino por una sanadora del barrio, una mujer a la que todos llamaban “La Doña”.

Me llamo Ana. Tengo 62 años y vivo en un barrio popular de Córdoba, Argentina. Mi vida nunca fue fácil, pero siempre creí que el amor era suficiente para sostener cualquier tormenta. Mauro y yo nos conocimos en la universidad, cuando él estudiaba ingeniería y yo soñaba con ser maestra. Nos enamoramos rápido, como se enamoran los jóvenes: sin miedo, sin reservas. Tuvimos dos hijos, Lucía y Tomás. Peleamos mucho, sí, pero también reímos juntos, bailamos en la cocina los domingos y lloramos abrazados cuando murió mi suegra.

Pero hace un año todo cambió. Mauro empezó a llegar tarde a casa. Decía que tenía mucho trabajo en la cooperativa eléctrica, pero yo sentía el olor a incienso en su ropa, ese aroma dulzón que nunca usamos en casa. Una noche lo enfrenté:

—¿Dónde estuviste? —le pregunté mientras él se quitaba los zapatos.
—Fui a ver a La Doña. Me ayuda a encontrar paz —me respondió sin mirarme.

Al principio pensé que era una tontería. Aquí en el barrio todos conocen a La Doña: dicen que cura el mal de ojo, que lee las cartas y que ayuda a la gente con problemas de amor. Pero nunca imaginé que Mauro buscaría algo más que consuelo espiritual.

Los rumores no tardaron en llegar. Mi vecina Rosa fue la primera en decírmelo:

—Ana, vi a Mauro salir de la casa de La Doña… no estaba solo.

Sentí cómo el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía ser? ¿Después de tantos años juntos? ¿Después de criar hijos, de pagar cuentas juntos, de sobrevivir a la crisis del 2001 y al encierro de la pandemia?

Una noche, mientras cenábamos en silencio, Mauro dejó el tenedor sobre el plato y me miró por fin:

—Ana… me voy a ir. No soy feliz. No te culpo, pero necesito buscar mi camino.

No lloré frente a él. No le di ese poder. Pero cuando cerró la puerta detrás suyo, grité tan fuerte que los perros del vecino empezaron a ladrar.

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía me llamó llorando:

—Mamá, ¿cómo pudo hacernos esto?

Tomás no quiso hablar del tema. Se encerró en su departamento y sólo mandaba mensajes secos: “Estoy bien”.

En el barrio todos murmuraban. Algunas mujeres me miraban con lástima; otras con ese brillo cruel en los ojos que sólo tienen quienes disfrutan del dolor ajeno.

—¿Viste? Después de tantos años, igual se fue —decían en la panadería.

Yo salía poco. Me sentía vieja, invisible y traicionada. Las noches eran las peores: la cama enorme y vacía, el silencio cortante, los recuerdos como cuchillos.

Una tarde Rosa vino a verme con mate y bizcochos:

—Ana, no podés dejarte morir así. Vení al centro de jubilados conmigo.

No quería ir, pero acepté por no discutir. Allí conocí a otras mujeres como yo: Estela, cuyo marido se fue con una mujer veinte años menor; Marta, viuda desde hacía cinco años; y Graciela, que nunca se casó pero siempre tuvo el corazón roto por algún hombre imposible.

Entre risas tímidas y lágrimas compartidas, empecé a sentirme menos sola. Descubrí que mi dolor no era único ni vergonzoso; era parte de ser mujer en este país donde tantas veces nos enseñan a callar y aguantar.

Un día Lucía vino a casa con su hija Sofi:

—Mamá, ¿por qué no te venís unos días conmigo? —me preguntó mientras Sofi jugaba con mis manos arrugadas.

No quise irme de mi casa. Aquí están mis plantas, mis fotos, mis recuerdos… y también mis heridas. Pero acepté ir un fin de semana. Allí vi cómo mi hija luchaba sola con su maternidad y su trabajo precario como docente suplente.

—Mamá, ¿vos creés que algún día voy a ser feliz? —me preguntó una noche mientras lavábamos los platos.
—No lo sé —le respondí—. Pero sé que la felicidad no es algo que te da otra persona. Es algo que uno tiene que buscar adentro… aunque duela.

Volví a casa sintiéndome un poco más fuerte. Empecé a salir al mercado otra vez; saludé a las vecinas aunque me doliera el orgullo; hasta me animé a tomar clases de folklore en el centro cultural del barrio.

Un día vi a Mauro en la plaza. Estaba solo, sentado bajo un árbol. Nos miramos por un segundo eterno. No hubo reproches ni palabras; sólo dos personas cansadas por la vida y las decisiones tomadas.

Hoy sigo sola. A veces extraño su risa o sus manos tibias en invierno. Pero aprendí que puedo vivir sin él. Que mi valor no depende de ser esposa de nadie. Que aún tengo mucho amor para dar: a mis hijos, a mis nietos… y quizás algún día, a mí misma.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas se animan a empezar de nuevo después del abandono? ¿Y vos… qué harías si tu vida cambiara así de golpe?