Desperté para que nadie más lo tuviera: La historia de Doña Rosa y Don Ernesto

—¡No, Ernesto! ¡No te vayas! —grité con una voz que ni yo misma reconocí, ronca y quebrada, pero viva.

Hasta ese momento, llevaba semanas postrada en la cama, mirando la pared de adobe de nuestra casa en el pueblo de San Miguel de los Andes. Mi cuerpo, consumido por la diabetes y la tristeza, apenas respondía. Mis hijos ya habían venido a despedirse; mi nuera, Lucía, lloraba en la cocina mientras preparaba el café de la tarde. Todos pensaban que me estaba apagando como una vela vieja. Pero esa tarde, algo cambió.

Ernesto, mi esposo desde hace más de cincuenta años, entró a la casa silbando bajito. Traía en las manos una bolsa del mercado y un ramo de flores silvestres. Yo lo observaba de reojo, fingiendo dormir. Desde hacía días, notaba que llegaba más tarde de lo habitual, que se arreglaba la camisa antes de entrar y que olía a colonia barata, esa que nunca usó para mí. Mi vecina Marta, siempre tan metiche, había dejado caer un comentario venenoso: “Rosa, dicen que Ernesto se ve mucho con la viuda Ramírez”.

Esa frase me taladró el alma. ¿Después de tantos años juntos, después de criar a cuatro hijos y enterrar a uno, después de soportar sequías y cosechas malas, Ernesto iba a buscar consuelo en otra mujer? No podía permitirlo. No ahora, no cuando sentía que el final estaba tan cerca.

Esa tarde, mientras Ernesto preparaba el mate en la cocina, escuché su celular vibrar sobre la mesa. Mi corazón latió con fuerza. Me arrastré como pude hasta el borde de la cama y estiré el brazo. El mensaje era corto: “¿Vas a venir hoy? Te espero. —Ramírez”. Sentí un calor subir por mi cuerpo débil. No sé cómo lo logré, pero me senté en la cama y grité su nombre.

—¡Ernesto! Vení para acá.

Él entró al cuarto con cara de susto. Me vio sentada y casi se le cae el mate.

—¿Qué pasa, Rosita? ¿Te sentís mal?

—Peor me sentiría si te vas con otra —le solté, mirándolo directo a los ojos.

El silencio se hizo pesado. Ernesto bajó la mirada y se sentó a mi lado. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero en vez de eso, tomó mi mano temblorosa.

—Rosa… yo…

—No quiero excusas —le interrumpí—. Si te vas ahora, no vuelvas más. Prefiero morirme sola que compartirte.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas arrugadas. Sentí rabia, tristeza y vergüenza por estar tan vulnerable. Pero también sentí algo más: una chispa de dignidad que creía perdida.

Ernesto suspiró hondo.

—No es lo que pensás —dijo al fin—. Sí, he ido a ver a Ramírez… pero no por lo que creés. Ella está sola desde que murió su marido y me pidió ayuda con unos papeles del campo. Nada más.

No le creí del todo. ¿Por qué entonces los mensajes? ¿Por qué las flores? ¿Por qué ese perfume barato?

—¿Y las flores? ¿Y ese olor raro?

Ernesto se rascó la cabeza, nervioso.

—Las flores son para vos, Rosa. Siempre te gustaron las margaritas del cerro… Y el perfume… bueno, Ramírez me regaló una botellita porque dice que huelo mucho a establo.

No pude evitar reírme entre lágrimas. La situación era tan absurda como dolorosa.

En ese momento entró Lucía con una bandeja de té y nos encontró así: yo llorando y riendo al mismo tiempo; Ernesto con cara de niño regañado.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó preocupada.

—Nada, hija —respondí—. Solo estoy recordando que todavía tengo fuerzas para pelear por lo mío.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo vivido con Ernesto: las peleas por dinero, las reconciliaciones bajo las sábanas viejas, los domingos en la plaza del pueblo viendo a los nietos correr. Pensé en cómo el miedo puede ser más fuerte que el dolor físico; cómo los celos pueden revivir hasta a un muerto en vida.

Al día siguiente, Ernesto se levantó temprano y me llevó el desayuno a la cama. Me besó la frente y me prometió no volver a ver a Ramírez sin avisarme primero. Yo le creí… o quise creerle. Porque al final del día, uno decide en qué verdades quiere vivir.

Con el tiempo recuperé algo de fuerza. Empecé a caminar por la casa apoyada en un bastón; salía al patio a regar las plantas y hasta me animé a ir al mercado con Lucía. Los vecinos decían que era un milagro; yo sabía que era puro amor propio… y un poco de orgullo herido.

A veces pienso en Ramírez y me pregunto si realmente buscaba consuelo o solo compañía. Pienso en Ernesto y en todos los hombres del pueblo: tan simples y tan complicados al mismo tiempo. Pienso en mí misma y en todas las mujeres que han sentido miedo de quedarse solas después de una vida entera dedicada a otros.

Hoy miro a Ernesto mientras duerme la siesta en su sillón favorito y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el miedo nos robe lo poco que nos queda? ¿Cuántas veces nos levantamos solo para no perder lo que creemos nuestro?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que el amor les devolvía fuerzas cuando ya no quedaba nada? ¿Vale la pena pelear por alguien… o por uno mismo?