Entre Sombras y Esperanzas: La Historia de Michalina

—¿Por qué no puedes ser más como Lucía? —escuché la voz de Doña Claudia retumbar en la cocina, mientras yo intentaba no romper el plato que lavaba con manos temblorosas. Lucía, la exesposa de mi esposo, era el fantasma perfecto: elegante, sonriente, siempre dispuesta a complacer. Yo, Michalina, apenas aprendía a respirar en este país que aún me parecía ajeno, con su calor pegajoso y su gente que hablaba rápido y fuerte.

Mi madre me dejó cuando tenía nueve años. Recuerdo la tarde en que me abrazó en el aeropuerto de Lima y me prometió que volvería pronto. No volvió. Me quedé con mi abuela, una mujer seca y silenciosa, acostumbrada a vivir sola en su casita de paredes descascaradas en el Callao. Yo venía de otro país, otro idioma, otra vida. La abuela me miraba como si fuera una extraña caída del cielo. Me alimentaba, sí, pero nunca supe si me quería o solo cumplía con un deber.

Crecí sintiéndome invisible. Aprendí a no hacer ruido, a no pedir nada. Cuando conocí a Román en la universidad, pensé que por fin alguien me veía. Él era distinto: risueño, cariñoso, con una paciencia infinita para mis silencios. Nos casamos rápido, demasiado rápido según Doña Claudia. Ella nunca me aceptó. «Lucía era una dama», repetía cada vez que podía. «Tú… eres tan simple».

La casa de los padres de Román era grande y fría. Los domingos eran un suplicio: la familia entera reunida alrededor de la mesa, hablando de negocios y política, mientras yo apenas lograba pronunciar una frase sin que alguien me corrigiera el acento o se burlara de mis modales. Román intentaba defenderme, pero su voz se perdía entre las risas y los comentarios venenosos de su madre.

—No te preocupes —me decía él en las noches—. Mi mamá es así con todos.

Pero yo sabía que no era cierto. A Lucía la adoraba. Tenía fotos de ella en la sala, recuerdos de sus viajes juntas, hasta una bufanda tejida por ella colgada en el perchero. Yo era la intrusa, la que nunca estaría a la altura.

Un día, después de una comida especialmente tensa, Doña Claudia me llamó aparte.

—Mira, Michalina —me dijo sin rodeos—. No sé qué vio Román en ti. Pero si quieres quedarte en esta familia, tendrás que esforzarte mucho más.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi madre alejándose entre la multitud del aeropuerto, a mi abuela cerrando la puerta de su cuarto cada noche sin despedirse. ¿Por qué siempre tenía que luchar tanto por un poco de cariño?

Decidí intentarlo todo: aprendí a cocinar sus platos favoritos —ají de gallina, causa limeña— aunque quemara más de una olla; me vestí como ella quería; fui a misa los domingos aunque no creyera; hasta le regalé flores en su cumpleaños. Nada era suficiente.

Una tarde lluviosa, mientras limpiaba el patio trasero, escuché a Doña Claudia hablando por teléfono con una vecina:

—Esa muchacha nunca será como Lucía. No tiene clase ni carácter. Román se equivocó.

Me senté en el suelo mojado y lloré como no lo hacía desde niña. ¿Por qué tenía que cargar siempre con el peso de no ser suficiente? ¿Por qué nadie veía mi esfuerzo?

Las cosas empeoraron cuando quedé embarazada. Doña Claudia empezó a meterse en todo: desde cómo debía alimentarme hasta qué nombre debía ponerle al bebé.

—Si es niña, deberías llamarla Lucía —dijo una tarde sin mirarme a los ojos.

—Prefiero Camila —respondí con voz baja pero firme.

Ella frunció el ceño y salió de la habitación sin decir palabra.

Román empezó a llegar tarde del trabajo. Decía que estaba cansado, pero yo sabía que evitaba las discusiones entre su madre y yo. Una noche lo enfrenté:

—¿Por qué no me defiendes? ¿Por qué permites que tu madre me humille?

Él bajó la mirada y murmuró:

—No quiero problemas…

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Estaba sola otra vez.

El embarazo fue difícil. Me sentía débil y triste todo el tiempo. Una mañana desperté con un dolor agudo en el vientre y sangre en las sábanas. Corrimos al hospital, pero ya era tarde: perdí al bebé.

Doña Claudia no derramó una lágrima. Solo dijo:

—Quizás fue lo mejor.

Esa noche empaqué mis cosas y regresé a la casa de mi abuela en el Callao. Ella me recibió sin preguntas ni reproches. Me preparó un té caliente y se sentó conmigo en silencio. Por primera vez entendí que su amor era torpe pero real; que había hecho lo mejor que pudo con lo poco que tenía.

Pasaron los meses y Román vino a buscarme varias veces. Me pidió perdón, me rogó que volviera. Pero yo ya no podía regresar a ese lugar donde nunca fui bienvenida.

Hoy trabajo como maestra en una escuela pública del barrio. Los niños me abrazan cada mañana y me llaman «profe» con cariño genuino. Aprendí a quererme un poco más cada día, aunque todavía duela el recuerdo del rechazo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven intentando ser aceptadas por una familia que nunca las quiso? ¿Vale la pena perderse a una misma por complacer a otros? ¿Ustedes qué piensan?