Diez años de silencio: el regreso inesperado de Julián
—¿Por qué ahora, Julián? ¿Por qué después de tanto tiempo? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras Camila escuchaba desde el pasillo, apretando su mochila contra el pecho.
Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. El ventilador del techo giraba lento, como si también dudara de lo que estaba pasando. Afuera, el bullicio del barrio en Ciudad del Este seguía su curso: vendedores ambulantes, niños jugando fútbol en la calle, el olor a chipá recién hecho flotando en el aire. Pero dentro de mi casa, el tiempo parecía haberse detenido.
Julián y yo fuimos pareja durante tres años. Yo tenía veinte cuando lo conocí en la universidad, y me enamoré como una tonta. Él era carismático, siempre rodeado de amigos, con esa sonrisa fácil que me hacía sentir especial. Cuando quedé embarazada de Camila, creímos que podíamos con todo. Pero la realidad fue otra: las cuentas se acumulaban, los sueños se achicaban y Julián empezó a pasar más tiempo fuera que dentro de casa. Cuando Camila tenía apenas dos años, se fue sin mirar atrás.
Durante casi una década, su presencia fue solo un eco lejano. Yo trabajaba en una farmacia y hacía empanadas para vender los fines de semana. Mi mamá me ayudaba con Camila cuando podía, pero la mayoría del tiempo éramos solo nosotras dos. Aprendí a ser madre y padre a la vez: le enseñé a andar en bicicleta, le curé las rodillas raspadas y le expliqué por qué su papá no venía a los actos escolares.
—Mamá, ¿mi papá me quiere? —me preguntó una vez Camila, con esos ojos grandes y tristes.
—Claro que sí, mi amor. A veces los adultos se pierden un poco —le respondí, tragándome las lágrimas.
Pero ahora Julián estaba aquí, parado en mi sala con una bolsa de caramelos y una camiseta nueva para Camila. Decía que quería recuperar el tiempo perdido, que había cambiado, que merecía una segunda oportunidad. Yo no sabía si reírme o gritarle.
—No puedes aparecer así como si nada hubiera pasado —le dije—. Camila ya no es una bebé. No puedes simplemente entrar y pretender ser su héroe.
Él suspiró, frotándose la nuca nervioso.
—Lo sé, Lucía. Pero estoy aquí ahora. Quiero hacer las cosas bien.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando la respiración tranquila de Camila en la habitación de al lado. Recordé todas las veces que ella preguntó por su papá, todas las veces que tuve que inventar excusas para no romperle el corazón. ¿Y ahora él quería volver como si nada?
Al día siguiente, Julián apareció otra vez. Esta vez trajo entradas para el cine y una promesa: «Solo quiero pasar tiempo con ella». Dudé mucho antes de dejarlo salir con Camila, pero al final cedí. Cuando regresaron, ella tenía una sonrisa tímida y un peluche nuevo en las manos.
—¿La pasaste bien? —le pregunté.
—Sí… pero fue raro —me confesó—. No sé qué decirle a papá.
Las semanas pasaron y Julián empezó a venir más seguido. A veces traía regalos caros; otras veces solo venía a sentarse en silencio junto a Camila mientras ella hacía la tarea. Mi mamá me decía que tuviera cuidado:
—La gente no cambia tan fácil, hija. No vayas a ilusionar a la niña para que después vuelva a desaparecer.
Yo también lo temía. Pero veía cómo Camila empezaba a ilusionarse: le contaba a sus amigas que su papá la llevaba al parque, dibujaba corazones con su nombre en los cuadernos. Y yo sentía una mezcla de alivio y rabia; alivio porque por fin tenía algo de lo que siempre quiso, rabia porque Julián se lo había negado durante tanto tiempo.
Un domingo cualquiera, mientras preparábamos sopa paraguaya para el almuerzo familiar, Julián llegó sin avisar y se sentó a la mesa como si nunca se hubiera ido. Mi hermano Sergio lo miró con desconfianza.
—¿Y vos qué hacés acá? —le soltó sin rodeos.
Julián tragó saliva y bajó la cabeza.
—Solo quiero estar con mi hija —respondió en voz baja.
La tensión era palpable. Mi mamá sirvió la comida en silencio y nadie habló durante varios minutos. Camila miraba a todos con ansiedad, como si temiera que alguien explotara en cualquier momento.
Después del almuerzo, Julián me pidió hablar a solas en el patio.
—Sé que te fallé —me dijo—. Sé que fui un cobarde y abandoné a mi familia. Pero estoy tratando de ser mejor persona. ¿No crees que merezco una oportunidad?
Lo miré largo rato antes de responder.
—No sé si mereces algo, Julián. Pero Camila sí merece tener un padre presente… aunque no sé si tú eres capaz de eso.
Esa noche discutí con mi mamá. Ella decía que debía proteger a Camila de posibles decepciones; yo sentía que debía darle la oportunidad de conocer a su papá y decidir por sí misma. La verdad es que tenía miedo: miedo de que Julián volviera a irse y dejara a Camila con el corazón roto otra vez.
Un día cualquiera, Camila llegó llorando del colegio. Una compañera le había dicho que los papás que se van nunca vuelven de verdad.
—¿Es cierto eso? —me preguntó entre sollozos.
La abracé fuerte y le dije:
—No lo sé, hija. Pero pase lo que pase, yo siempre voy a estar contigo.
Esa noche Julián llamó para decir que no podría venir esa semana porque tenía mucho trabajo. Vi cómo la esperanza se apagaba un poco en los ojos de Camila y sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
Los meses siguientes fueron una montaña rusa: días buenos llenos de risas y paseos; días malos llenos de promesas rotas y silencios incómodos. Al final, entendí que no podía controlar lo que Julián hiciera o dejara de hacer; solo podía estar ahí para mi hija y enseñarle a ser fuerte.
Hoy Camila tiene doce años y es más sabia de lo que yo era a su edad. A veces pregunta por su papá; otras veces prefiere no hablar del tema. Yo sigo aquí, tratando de ser suficiente para ella.
Me pregunto: ¿cuántas madres han tenido que ver cómo sus hijos sufren por padres ausentes? ¿Cuántos padres creen que pueden volver cuando quieran sin consecuencias? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?