Cuando mi esposo decidió que no era buena esposa después de hablar con su mamá

—¿Por qué no puedes hacer las cosas como mi mamá? —me preguntó Tomás, con ese tono entre decepcionado y cansado que últimamente se había vuelto habitual en nuestra casa.

Sentí que el aire se volvía pesado, como si la sala de nuestro pequeño departamento en Medellín se encogiera hasta asfixiarme. Acababa de dejar los platos en el fregadero, pensando que los lavaría después de terminar un informe urgente para el trabajo. Pero Tomás, mi esposo desde hace poco más de un año, no podía esperar. O más bien, su paciencia se había agotado desde la última visita de su mamá, doña Carmen.

—¿Sabes qué me dijo mi mamá? Que antes de casarnos yo siempre tenía la ropa limpia y la comida lista. Que ahora parece que vivo en un hotel barato —continuó Tomás, sin mirarme a los ojos.

Me mordí el labio para no llorar. No era la primera vez que escuchaba algo así desde que nos mudamos juntos. Antes, cuando éramos novios, todo era diferente. Yo vivía en Envigado, él en Bello. Nos veíamos los fines de semana, salíamos a caminar por el parque Lleras o a comer arepas en la esquina. Todo era risas, promesas y sueños compartidos. Pero la convivencia diaria había sacado a la luz una realidad mucho más dura: las expectativas de Tomás —y sobre todo las de su madre— sobre lo que debía ser una «buena esposa».

—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, tratando de mantener la voz firme.

Tomás se encogió de hombros.

—No sé… A veces siento que no te importa la casa. Que no eres como mi mamá o como mis tías. Ellas siempre tenían todo impecable, cocinaban todos los días…

Me quedé en silencio. ¿Cómo explicarle que yo también trabajaba ocho horas diarias? Que llegaba cansada, con ganas de descansar un poco antes de ponerme a limpiar o cocinar. Que mi mamá me enseñó a ser independiente, a estudiar y a buscar mis propios sueños, no solo a servirle a un hombre.

Pero Tomás no quería escuchar eso. Él quería una esposa como las de antes, como las que veía en su familia: mujeres silenciosas, siempre sonrientes, que parecían tener energía infinita para atender a todos menos a sí mismas.

La situación empeoró después de una comida familiar en casa de doña Carmen. Ella me miró con esa mezcla de lástima y crítica mientras yo intentaba ayudar en la cocina.

—Ay, mija, ¿no sabes picar cebolla? —me dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que todos escucharan.

Las risas incómodas me hicieron arder las mejillas. Tomás solo bajó la cabeza. Esa noche discutimos en el carro.

—¿Por qué no puedes hacer un esfuerzo? —me reclamó—. Mi mamá solo quiere ayudarte.

—No quiero ser como tu mamá —le respondí, sintiendo que algo dentro de mí se rompía—. Quiero ser yo misma.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Tomás llegaba tarde del trabajo y apenas me hablaba. Yo me esforzaba más: cocinaba platos típicos que aprendí viendo videos en YouTube, limpiaba hasta dejar todo reluciente. Pero nada era suficiente. Siempre había algo mal: la sopa estaba muy salada, la ropa no olía igual que la de su mamá, el baño tenía una mancha invisible para mí pero evidente para él.

Una noche, después de una discusión especialmente dura, llamé a mi hermana Mariana.

—No sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Siento que nunca voy a ser suficiente para él ni para su familia.

Mariana suspiró al otro lado del teléfono.

—No tienes que ser suficiente para nadie más que para ti misma —me dijo—. ¿Te acuerdas cuando soñabas con viajar y tener tu propio negocio? No te pierdas por complacer a otros.

Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que había dejado atrás por este matrimonio: mis clases de inglés, mis ahorros para abrir una cafetería, mis tardes libres leyendo novelas en el parque. ¿En qué momento me convertí en una sombra de mí misma?

El punto de quiebre llegó un domingo por la tarde. Tomás estaba viendo fútbol con su papá y yo preparaba el almuerzo sola. Doña Carmen llegó sin avisar y empezó a revisar la nevera.

—¿Solo tienes huevos y tomate? ¿Así piensas alimentar a mi hijo? —me dijo con desprecio.

Sentí una rabia sorda subir por mi garganta. Dejé caer la cuchara y la miré fijamente.

—Con todo respeto, doña Carmen, esta es mi casa también. Y hago lo mejor que puedo —le respondí, temblando pero decidida.

Ella se quedó callada por un momento y luego salió al patio a llamar a Tomás. Escuché sus voces discutiendo afuera. Cuando Tomás entró, tenía el ceño fruncido.

—Mi mamá dice que no te esfuerzas lo suficiente —me dijo sin rodeos.

Algo dentro de mí explotó.

—¡Estoy cansada de intentar ser alguien que no soy! —grité—. Si quieres una empleada doméstica, contrátala. Yo soy tu esposa, no tu sirvienta ni la copia barata de tu mamá.

El silencio fue absoluto. Tomás me miró como si nunca me hubiera visto antes. Salió del apartamento sin decir palabra.

Esa noche dormí sola por primera vez desde que nos casamos. Lloré hasta quedarme sin lágrimas, pero también sentí una extraña paz. Al día siguiente llamé a mi jefe y pedí unos días libres. Fui al parque Arví con Mariana y hablamos durante horas sobre lo que quería para mi vida.

Cuando Tomás volvió dos días después, parecía más calmado.

—He estado pensando —me dijo—. Tal vez te he exigido demasiado… No sé cómo cambiar lo que aprendí en mi casa.

Lo miré con tristeza y esperanza al mismo tiempo.

—No quiero vivir compitiendo con tu mamá ni con nadie —le respondí—. Quiero ser tu compañera, no tu empleada ni tu enemiga.

Desde entonces las cosas no han sido perfectas, pero hemos aprendido a hablar más y juzgar menos. A veces doña Carmen sigue lanzando indirectas, pero ya no me afectan igual. Volví a mis clases de inglés y estoy ahorrando para mi cafetería. Tomás también está intentando cambiar; incluso cocina conmigo los fines de semana y ha aprendido a preparar arepas mejor que yo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven tratando de cumplir expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a valorarnos por lo que somos y no por lo que otros esperan de nosotras?