Cuando Tomás se fue: El precio de una decisión

—¿Así que ya te vas? —le pregunté a Tomás, con la voz quebrada, mientras él recogía su mochila del sillón gastado de la sala. El reloj marcaba las seis y media de la tarde y afuera, el bullicio de la Ciudad de México apenas comenzaba a calmarse. El olor a café recalentado y pan dulce llenaba el aire, pero en mi pecho solo había un hueco frío.

Tomás no me miró. Se limitó a ajustar la correa de su mochila y a suspirar. —Ya lo hablamos, Mariana. No puedo más. Esto… esto ya no es vida.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿No era vida para él? ¿Y para mí? ¿Para nuestros hijos? En la cocina, Camila, nuestra hija mayor, fingía hacer la tarea mientras escuchaba cada palabra. El pequeño Emiliano jugaba con sus carritos en el suelo, ajeno al drama que se desataba sobre su cabeza.

—¿Y qué se supone que haga yo? —le pregunté, la voz subiendo sin quererlo—. ¿Qué les digo a los niños? ¿Que su papá se cansó y se fue?

Tomás apretó los labios. Por un momento creí que iba a llorar, pero solo bajó la mirada. —No me hagas esto más difícil, Mariana. Ya tomé una decisión.

La puerta se cerró tras él con un golpe seco. El eco retumbó en mi pecho mucho después de que sus pasos se perdieran en el pasillo del edificio.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la mesa de la cocina, mirando el plato de arroz con huevo que nadie quiso cenar. Pensé en los años juntos: las fiestas familiares en casa de mi suegra en Iztapalapa, las vacaciones en Acapulco cuando apenas podíamos pagar el hotel más barato, las peleas por dinero, por celos, por cansancio… pero también las risas, los abrazos, los sueños compartidos.

Al día siguiente, mi madre llegó temprano. No hizo falta que le explicara nada; bastó con ver mis ojos hinchados para entenderlo todo.

—Hija, tienes que ser fuerte por tus niños —me dijo mientras me abrazaba—. Los hombres a veces no saben lo que dejan atrás hasta que lo pierden.

Pero yo no quería ser fuerte. Quería gritar, llorar, romper los platos. Quería que Tomás regresara y dijera que todo había sido un error.

Los días pasaron lentos y pesados. Camila dejó de hablarme; solo respondía con monosílabos y se encerraba en su cuarto con la música a todo volumen. Emiliano empezó a mojar la cama otra vez. Yo iba al trabajo como un zombi, contestando llamadas en el call center sin escuchar realmente a los clientes.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché la voz de Camila desde su cuarto:

—¡No quiero ir con papá este fin de semana! ¡No me importa si le toca!

Fui hasta su puerta y toqué suavemente.

—¿Puedo pasar?

Ella no respondió, pero entré igual. Estaba sentada en la cama, abrazando una almohada.

—Camila…

—¿Por qué se fue? —me interrumpió—. ¿Fue por tu culpa?

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo explicarle a una niña de doce años que los adultos también se equivocan? Que a veces el amor no basta para sostener una casa.

—No fue culpa de nadie, hija —le dije—. A veces las cosas simplemente… cambian.

Ella me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo.

—Pues yo sí lo culpo —dijo antes de girarse hacia la pared.

Esa noche lloré en silencio para no despertar a Emiliano. Me pregunté si había algo que pude haber hecho diferente: ¿haber trabajado menos? ¿haber sido más cariñosa? ¿haber ignorado sus mensajes sospechosos en el celular?

Un domingo por la tarde, Tomás vino por los niños. Llegó con una camisa nueva y el cabello recién cortado. Traía una sonrisa nerviosa y un regalo para cada uno: una muñeca para Camila y un carrito para Emiliano.

—Hola, Mariana —me dijo en voz baja—. ¿Podemos hablar?

Nos sentamos en la sala mientras los niños jugaban en el cuarto.

—No vine a pelear —empezó—. Solo quiero que esto sea lo menos doloroso posible para todos.

Lo miré fijamente. Vi al hombre con el que me casé hace quince años y al extraño que ahora tenía delante.

—¿Ya tienes a alguien más? —le pregunté sin rodeos.

Tomás bajó la mirada.

—No es eso… Bueno, sí… conocí a alguien en el trabajo. Pero esto venía mal desde antes, Mariana. Tú lo sabes.

Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Al menos ya no tenía que imaginar cosas peores.

—¿Y piensas formar otra familia? ¿Olvidarte de nosotros?

Tomás negó con la cabeza.

—Nunca voy a dejar de ser papá de Camila y Emiliano. Solo… necesito empezar de nuevo.

Las palabras me dolieron más de lo que esperaba. Pero también sentí una extraña paz: al menos ya no había secretos.

Las semanas siguientes fueron una montaña rusa emocional. Aprendí a hacer cuentas para llegar a fin de mes sin su sueldo; aprendí a pedir ayuda a mis amigas; aprendí a reírme otra vez viendo telenovelas con mi mamá; aprendí a consolar a mis hijos cuando lloraban por las noches.

Un día, Camila llegó del colegio con una nota para mí:

«Mamá: Gracias por no rendirte. Sé que te duele, pero yo también te necesito fuerte. Te quiero mucho.»

Lloré como nunca antes. Entendí que aunque Tomás se hubiera ido, yo seguía siendo el pilar de mi familia.

Meses después, Tomás intentó regresar. Su nueva relación no funcionó y vino a buscarme una noche lluviosa.

—Mariana… cometí un error —me dijo empapado bajo el techo del edificio—. ¿Podemos intentarlo otra vez?

Lo miré largo rato antes de responderle:

—Tomás… yo también he cambiado. Ya no soy la misma mujer que dejaste. Ahora sé lo que valgo y lo que merezco.

Él bajó la cabeza y entendió sin palabras que ya era tarde.

Hoy, mientras preparo café para mis hijos antes de irnos al trabajo y la escuela, pienso en todo lo vivido y me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están pasando por esto ahora mismo? ¿Cuántos hombres se van sin imaginar el vacío que dejan atrás?