Corazón Roto, Corazón que Late de Nuevo
—¡Elda, ¿cómo pudiste hacernos esto?! —gritó mi madre, con la voz quebrada entre la rabia y el llanto. Sentí el peso de su mirada, dura como piedra, mientras mi padre se mantenía en silencio, apretando los puños sobre la mesa de madera vieja que había visto tantas comidas familiares felices. Pero esa noche, la felicidad era solo un recuerdo lejano.
Tenía diecinueve años cuando nació Marta. Nadie en el pueblo sabía quién era el padre. Ni yo misma podía decirlo con certeza. Había sido una noche de fiesta en la feria patronal, entre risas, música de banda y luces que giraban como mis pensamientos después de unos tragos de tequila barato. Recuerdo a Julián, el muchacho más guapo del pueblo, siempre tan atento, tan caballero. Pero también estaba Ernesto, con su sonrisa pícara y sus promesas al oído. Todo fue un torbellino y, al final, solo quedó el silencio y la vergüenza.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó mi hermana menor, Lucía, con una mezcla de miedo y curiosidad. Yo no tenía respuesta. Solo sabía que Marta crecía dentro de mí y que no podía huir de esa realidad.
En el pueblo, las noticias vuelan más rápido que el viento. Pronto las vecinas —las llamábamos las «comadres girasol» porque siempre estaban asomadas al sol y a los chismes— comenzaron a murmurar cada vez que pasaba por la plaza. Sentía sus ojos clavados en mi espalda, susurrando: «Ahí va la Elda, la que se resbaló antes del matrimonio».
Mi madre dejó de ir a misa por vergüenza. Mi padre apenas me dirigía la palabra. Solo Lucía se atrevía a sentarse conmigo en las tardes, mientras tejía ropita para Marta con manos temblorosas.
El día que nació Marta fue una mezcla de dolor y milagro. Lloré tanto como ella al salir al mundo. Mi madre no quiso entrar al cuarto; fue Lucía quien me sostuvo la mano y me limpió el sudor de la frente.
—Es hermosa, Elda —me susurró—. No importa lo que digan.
Pero sí importaba. Cada día era una batalla contra las miradas, los comentarios en la tienda, los silencios incómodos en las reuniones familiares. Mi abuela me visitó una tarde y me dijo:
—En mis tiempos, una mujer así no volvía a levantar la cabeza. Pero tú eres fuerte, mija. No dejes que te quiebren.
A veces pensaba en buscar a Julián o a Ernesto, exigirles que se hicieran responsables. Pero ¿cómo hacerlo si ni yo estaba segura? Julián se había ido a trabajar a Monterrey; Ernesto ni siquiera me saludaba ya en la calle.
Marta creció rodeada de amor y de ausencias. Yo trabajaba limpiando casas para mantenernos. Lucía cuidaba a Marta mientras yo barría pisos ajenos y escuchaba historias de otras mujeres, algunas tan rotas como la mía.
Un día, mientras lavaba ropa en el río, escuché a dos mujeres hablar:
—Dicen que Elda ya anda buscando marido otra vez…
—¿Quién va a querer cargar con ese paquete?
Sentí rabia, pero también una chispa de desafío. ¿Por qué tenía que esconderme? ¿Por qué debía cargar sola con la culpa?
Esa noche enfrenté a mis padres.
—Mamá, papá… sé que les fallé. Pero Marta es mi hija y no me avergüenzo de ella. Si quieren echarme de la casa, háganlo ahora. Pero no voy a vivir escondida.
Mi madre lloró en silencio. Mi padre me miró largo rato y luego salió al patio sin decir nada.
Pasaron los meses y poco a poco las aguas se calmaron. Marta empezó a caminar y su risa llenaba la casa de una alegría nueva. Un día Julián regresó al pueblo para visitar a su familia. Nos encontramos en la tienda.
—Elda… —dijo bajando la mirada—. Supe lo de tu niña.
No supe qué decirle. Él se acercó y me preguntó si necesitaba algo para Marta. Le agradecí pero le dije que no buscaba caridad ni favores.
Esa noche lloré pensando en lo diferente que pudo haber sido todo si hubiera tenido el valor de pedir ayuda antes, si hubiera confiado más en mí misma.
Con el tiempo aprendí a caminar con la cabeza en alto. Empecé a vender pasteles en la plaza para ganar un poco más; algunas mujeres dejaron de comprarme por prejuicio, pero otras me apoyaron en silencio.
Un día recibí una carta anónima: “No estás sola. Muchas hemos pasado por lo mismo”. Sentí un calorcito en el pecho; tal vez no era la única con un corazón roto pero dispuesto a latir de nuevo.
Marta creció fuerte y feliz. Cuando cumplió cinco años le expliqué que su papá no estaba con nosotras pero que tenía una familia grande que la amaba mucho. Ella me abrazó y me dijo:
—No necesito más mamá, contigo tengo suficiente.
Hoy miro atrás y veo todo lo que hemos superado juntas: el juicio social, el rechazo familiar, el miedo al futuro. Aprendí que los errores no nos definen; lo que importa es cómo seguimos adelante después de caer.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas merecen una segunda oportunidad para volver a amar y ser amadas? ¿Qué harías tú si tu corazón tuviera que latir de nuevo después de romperse?