Siempre hijo de mamá: la historia de un amor que no supo cortar el cordón
—¿Otra vez vas a cenar con tu mamá, Esteban? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara, aunque por dentro sentía que me desgarraba.
Él ni siquiera levantó la vista del celular. —Es que hoy hizo su guiso favorito. Sabes que le encanta que vaya los miércoles.
Me quedé parada en la puerta de la cocina, con el delantal puesto y las manos húmedas de lavar los platos. Tenía 36 años y, después de tantos años esperando un amor verdadero, me encontraba compitiendo con una mujer que nunca iba a dejar de ser la número uno en su vida: su madre, doña Carmen.
No fue fácil decidirme a casarme. En mi familia, en Monterrey, siempre decían que una mujer debe esperar al hombre correcto, no lanzarse a los brazos del primero que le sonría. Yo soñaba con una relación como las de las películas: complicidad, respeto, calor humano. Cuando conocí a Esteban, pensé que por fin había encontrado eso. Era atento, trabajador, cariñoso… pero también era el hijo único de una madre viuda que lo había criado sola y para quien él era el centro del universo.
Al principio, pensé que era bonito. Me conmovía ver cómo la cuidaba, cómo le llevaba flores cada domingo y cómo la llamaba todas las noches para desearle buenas noches. Pero poco a poco, esa ternura se fue transformando en una sombra sobre nuestra relación.
Recuerdo la primera vez que discutimos fuerte. Fue por una tontería: yo quería ir a visitar a mi hermana en Saltillo el fin de semana, pero él ya había prometido llevar a doña Carmen al mercado de abastos. —¿No puede ir sola? —le pregunté—. Ya tiene amigas, puede ir con ellas.
Esteban me miró como si le hubiera pedido que abandonara a un cachorro en la calle. —No entiendes, Mariana. Ella me necesita. Siempre hemos hecho todo juntos.
—¿Y yo? ¿Yo no te necesito? —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Esa noche dormimos dándonos la espalda. Yo lloré en silencio, preguntándome si había cometido un error al casarme tan tarde, si tal vez ya era demasiado tarde para aprender a compartir el amor de un hombre con otra mujer.
Las cosas no mejoraron con el tiempo. Cada vez que intentábamos hacer planes juntos, doña Carmen se interponía. Si queríamos salir a cenar, ella llamaba justo antes para decir que se sentía sola o que necesitaba ayuda con algo en la casa. Si planeábamos un viaje, ella enfermaba misteriosamente o recordaba algún aniversario triste.
Una tarde, después de una discusión especialmente amarga, fui a ver a mi mamá. Me recibió con café y pan dulce, como cuando era niña y llegaba llorando porque alguna amiga me había traicionado en la escuela.
—Mamá —le dije—, siento que nunca voy a ser suficiente para Esteban. Siempre va a elegir a su mamá antes que a mí.
Mi mamá me tomó la mano y me miró con esa sabiduría callada de las mujeres del norte. —Hija, los hombres así no cambian fácil. Pero tampoco puedes vivir compitiendo con una sombra. Tienes que decidir si puedes vivir así… o si mereces algo diferente.
Salí de ahí más confundida que nunca. ¿Era egoísta querer ser la prioridad de mi esposo? ¿O era simplemente humano?
Las cosas llegaron a un punto crítico el día de nuestro aniversario de bodas. Había reservado una cena especial en un restaurante bonito del centro y hasta me había comprado un vestido nuevo. Pero justo cuando estábamos por salir, sonó el teléfono: doña Carmen se había caído en el baño y necesitaba que Esteban fuera a ayudarla.
—Ve tú —le dije—. Yo ya estoy harta de ser siempre la segunda opción.
Esteban me miró como si yo fuera una extraña. —No puedo dejarla sola, Mariana. Es mi madre.
Esa noche cené sola en el restaurante, mirando las parejas reírse y brindarse miradas cómplices mientras yo revolvía mi sopa fría y luchaba por no llorar frente a los meseros.
Al día siguiente, Esteban llegó tarde a casa. No hablamos durante días. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Finalmente, una noche exploté:
—¿Por qué te casaste conmigo si nunca ibas a dejar de ser el hijo de mamá? ¿Por qué me hiciste creer que podía tener un lugar en tu vida?
Él se quedó callado mucho tiempo antes de responder:
—No sé cómo hacerlo diferente, Mariana. Ella es todo lo que tengo…
—¿Y yo? —le grité— ¿Yo qué soy para ti?
No hubo respuesta.
Pasaron semanas así: silencios largos, miradas esquivas, cenas frías frente al televisor. Mis amigas empezaron a notar mi tristeza y me invitaban a salir más seguido. Una noche, después de unas cervezas y muchas lágrimas compartidas, una de ellas me dijo:
—Mariana, tú vales mucho más que esto. No tienes por qué vivir a la sombra de nadie.
Pero yo seguía aferrada a la idea de ese amor maduro y consciente que tanto había esperado. ¿No era eso lo que hacían las esposas buenas? ¿Aguantar? ¿Ser pacientes?
Un día recibí una llamada inesperada: doña Carmen estaba en el hospital por una crisis hipertensiva. Fui corriendo junto con Esteban y ahí vi algo que nunca olvidaré: él sentado junto a su madre, tomándole la mano como un niño asustado.
En ese momento entendí algo doloroso pero liberador: Esteban nunca iba a dejar de ser el hijo de mamá. No importaba cuánto lo amara yo o cuánto luchara por un lugar en su vida; siempre habría una parte de él que le pertenecía solo a ella.
Después de esa noche tomé una decisión difícil pero necesaria: le pedí el divorcio.
No fue fácil. Lloramos los dos. Doña Carmen ni siquiera me miró cuando fui a recoger mis cosas; supongo que para ella yo siempre fui una intrusa.
Volví a casa de mi mamá por unos meses mientras reconstruía mi vida. Me sentía fracasada, pero también aliviada. Por primera vez en años podía respirar sin sentirme invisible.
Hoy tengo 39 años y sigo soltera. A veces me preguntan si no me arrepiento de haber dejado pasar tantos años esperando al hombre perfecto o si no me pesa haberme divorciado tan pronto después de casarme.
La verdad es que prefiero estar sola antes que vivir compitiendo con un fantasma imposible de vencer.
¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible amar a alguien que nunca corta el cordón umbilical? ¿O hay amores que simplemente no están destinados a ser?