Préstamos sin Retorno: Cuando el Dinero Rompe la Familia

—¿Y entonces, qué vas a hacer? —me preguntó mi esposo, Julián, con la voz tensa, mientras yo miraba el techo de nuestra pequeña sala en Ciudad de México, sintiendo el peso de la noche sobre mis hombros.

No era la primera vez que hablábamos del dinero. Pero sí era la primera vez que sentía que el dinero podía romper algo tan profundo como la confianza. Todo comenzó hace seis meses, cuando mi suegra, Doña Carmen, llegó a nuestra casa con los ojos hinchados y la voz temblorosa.

—Hijita, necesito tu ayuda —me dijo, agarrándome las manos con fuerza—. El banco me está ahorcando y si no pago esta semana, pierdo la casa. No sé a quién más acudir.

La miré, sintiendo una mezcla de compasión y miedo. Sabía que Carmen no era buena administrando el dinero; siempre había historias de deudas, de préstamos aquí y allá. Pero esta vez era diferente: me estaba pidiendo a mí, no a su hijo, porque sabía que Julián no tenía ahorros. Yo sí. Había trabajado años como contadora para juntar ese fondo, mi pequeño seguro contra cualquier emergencia.

—¿Cuánto necesitas? —pregunté, tragando saliva.

—Cien mil pesos —susurró.

Sentí que el mundo se detenía. Era casi todo lo que tenía ahorrado. Pero la miré y pensé en mi propia madre, en lo que haría si estuviera en su lugar. Así que le dije que sí. Le transferí el dinero esa misma tarde.

Las primeras semanas después del préstamo fueron tranquilas. Carmen me llamaba cada dos días para agradecerme y prometerme que pronto me devolvería el dinero. Julián estaba orgulloso de mí, aunque yo notaba una sombra en sus ojos cada vez que hablábamos del tema.

Pero los meses pasaron y el dinero no regresaba. Las llamadas de Carmen se hicieron menos frecuentes. Cuando la buscaba, siempre tenía una excusa: que el banco no le había liberado un pago, que su pensión se había retrasado, que tenía un gasto inesperado con el médico.

Una tarde, después de una discusión especialmente amarga con Julián sobre los gastos de la casa, exploté:

—¡No es justo! ¡Ese dinero era nuestro colchón! ¿Por qué tengo que ser yo la mala por pedirlo de vuelta?

Julián me miró con rabia contenida.

—Es mi mamá. Está pasando por un mal momento. ¿De verdad vas a poner el dinero por encima de la familia?

Sentí cómo se me quebraba algo por dentro. ¿Acaso no era yo también familia? ¿No era justo esperar que cumplieran su palabra?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Empecé a evitar a Carmen; ella también dejó de buscarme. Julián y yo apenas nos hablábamos. Las cuentas seguían llegando y mi cuenta de ahorros seguía vacía.

Un domingo, durante una comida familiar en casa de Carmen, el tema salió a flote frente a todos. Mi cuñada Lucía, siempre directa, preguntó:

—¿Y cuándo le vas a pagar a Mariana? Porque todos sabemos que ella te prestó para salvarte.

Carmen se puso roja y bajó la mirada. Julián apretó los dientes. Yo sentí las miradas clavadas en mí como cuchillos.

—Estoy haciendo lo posible —dijo Carmen al fin—. Pero no es fácil. Mariana sabe que puede confiar en mí.

Quise gritarle que ya no confiaba en ella, que me sentía traicionada y sola. Pero solo asentí en silencio, tragándome las lágrimas.

Esa noche Julián y yo discutimos hasta el amanecer. Me acusó de humillar a su madre frente a la familia; yo le reclamé por no defenderme ni entender mi angustia. Dormimos en cuartos separados por primera vez desde que nos casamos.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Empecé a preguntarme si había cometido un error al mezclar dinero y familia. Recordé las historias de amigas mías: préstamos nunca devueltos, familias divididas por herencias o deudas impagables. Pensé en mi madre, siempre tan prudente: «El dinero prestado entre familia es como agua entre los dedos», solía decirme.

Un día recibí un mensaje de Carmen: «Hijita, te prometo que este mes te doy algo». No llegó nada ese mes ni el siguiente. La relación se fue enfriando hasta volverse casi inexistente.

Julián y yo seguimos juntos, pero algo se rompió entre nosotros. La confianza ya no era la misma; cada vez que hablábamos de dinero o de su madre, sentía una distancia insalvable.

Hoy miro atrás y me pregunto si valió la pena sacrificar mi tranquilidad por ayudar a alguien que nunca pensó en devolverme lo prestado. Me duele admitirlo, pero siento rencor; siento que fui ingenua al creer que la familia siempre responde igual que uno.

A veces me despierto en medio de la noche y me hago la misma pregunta una y otra vez: ¿Hasta dónde debemos llegar por ayudar a la familia? ¿Cuándo es justo decir basta?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale más la sangre o la palabra dada?