Todo saldrá como yo quiero: La historia de Halina González
—¡No, Lucía! ¡En esta casa no se gasta un peso más en tonterías! —grité desde mi sillón, apretando las agujas de tejer hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Mi hija me miró con esos ojos oscuros, llenos de rabia y cansancio, mientras el pequeño Emiliano, mi nieto, dormía ajeno a todo en la vieja hamaca que colgaba en la sala.
Siempre he sido así. Práctica. Firme. Cuando llegué a México desde El Salvador con Janio, mi esposo, no teníamos nada más que dos maletas y el sueño de una vida mejor. Yo aprendí a estirar cada peso como si fuera oro. Hacía milagros con arroz y frijoles, tejía suéteres para vender en el mercado de San Juan, y nunca permití que la desesperanza entrara por la puerta de nuestra casa.
Pero ahora, a mis setenta y dos años, siento que todo ese esfuerzo se me escapa entre los dedos como agua tibia. Lucía, mi hija mayor, ha vuelto a vivir conmigo después de que su marido la dejó por otra mujer. Vino con Emiliano, su niño de cinco años, y una maleta llena de ropa y resentimientos. Yo la recibí, claro. ¿Qué madre no lo haría? Pero desde entonces la casa se ha llenado de discusiones y silencios pesados.
—Mamá, no entiendes —me dijo Lucía una tarde mientras yo contaba monedas para pagar la luz—. No todo en la vida es ahorrar. Emiliano necesita más que comida y techo. Necesita alegría.
—¿Y tú crees que la alegría se compra? —le respondí con dureza—. La alegría se construye con trabajo y disciplina.
Ella se fue dando un portazo. Yo me quedé mirando el retrato de Janio en la pared. Él siempre decía que yo era demasiado dura, pero también reconocía que sin mi cabeza fría no hubiéramos sobrevivido los primeros años en este país.
Las cosas empeoraron cuando Lucía empezó a salir por las noches. Decía que buscaba trabajo, pero yo sospechaba que era otra cosa. Una noche llegó tarde, con los ojos hinchados de llorar y el maquillaje corrido.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, dejando a un lado mi tejido.
—Nada —me contestó, pero su voz temblaba—. Solo estoy cansada.
No insistí. Aprendí hace mucho que cada quien lleva sus propias batallas por dentro. Pero esa noche, mientras tejía junto a la ventana abierta, escuché su llanto ahogado en el cuarto. Sentí una punzada en el pecho. ¿Había hecho bien en ser tan estricta toda la vida? ¿O acaso mi dureza había alejado a mi propia hija?
Los días pasaron y la tensión creció. Emiliano empezó a mojar la cama por las noches y a tener pesadillas. Yo trataba de consolarlo con cuentos y caricias, pero sentía que algo más profundo lo estaba lastimando.
Una tarde, mientras preparaba café de olla, Lucía entró a la cocina con una carta en la mano.
—Me ofrecieron trabajo en Monterrey —dijo sin mirarme—. Es en una fábrica. No es mucho, pero podré ahorrar para un departamento.
Sentí que el mundo se me venía encima. Monterrey estaba lejos. Muy lejos para una abuela que solo tenía a su nieto como compañía.
—¿Y Emiliano? —pregunté con voz quebrada.
—Vendrá conmigo —respondió ella—. Ya no quiero depender de nadie, mamá. Ni siquiera de ti.
No supe qué decirle. Por primera vez en mi vida sentí miedo. Miedo real. Miedo de quedarme sola en esa casa llena de recuerdos y silencios.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de Emiliano. Lo vi dormir abrazado a su osito de peluche, con el ceño fruncido como si peleara con monstruos invisibles.
Me senté a su lado y le acaricié el cabello.
—Abuelita siempre va a estar aquí para ti —le susurré—. Aunque estés lejos, aunque crezcas y te olvides de mis cuentos y mis canciones.
Al día siguiente ayudé a Lucía a empacar sus cosas. No hablamos mucho. Solo nos miramos de vez en cuando, como si quisiéramos decirnos todo lo que nunca supimos decirnos.
Cuando se fueron, la casa quedó en silencio. Me senté en mi sillón favorito, con las agujas de tejer entre las manos, pero no pude avanzar ni una vuelta más.
Los días siguientes fueron largos y vacíos. Extrañaba el ruido de Emiliano corriendo por el pasillo, las discusiones con Lucía sobre el dinero y hasta los silencios incómodos durante la cena.
Una tarde recibí una llamada desde Monterrey. Era Lucía.
—Mamá… solo quería decirte gracias —me dijo con voz suave—. Por todo lo que hiciste por nosotros. Sé que no fue fácil.
Sentí un nudo en la garganta.
—Cuídense mucho —le respondí—. Y recuerda: no importa lo lejos que estén… aquí siempre tendrán un hogar.
Colgué el teléfono y me quedé mirando el retrato de Janio otra vez.
¿De qué sirve ahorrar cada centavo si al final lo único que nos queda es la soledad? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por proteger a los nuestros… aunque eso signifique perderlos?
¿Ustedes qué harían? ¿Serían capaces de dejar ir a quienes más aman para que encuentren su propio camino?