Entre la Espera y el Silencio: La Noche de Halina

—¡Tomás! ¿Dónde estás? —grité por tercera vez al teléfono, pero solo escuché el pitido seco del buzón de voz. Eran las dos de la mañana y la ciudad zumbaba allá afuera, indiferente a mi angustia. Caminaba de un lado a otro en el departamento, descalza, con el corazón apretado como si alguien lo estuviera exprimiendo.

No era la primera vez. Desde hace meses, Tomás llegaba tarde, cada vez más tarde. Ayer ni siquiera volvió a dormir. Cuando por fin apareció, con los ojos rojos y la voz quebrada, discutimos. Le reclamé que no avisara, que no pensara en mí, que yo no podía dormir sin saber si estaba bien. Él me gritó que no era un niño, que ya tenía diecinueve años y podía hacer lo que quisiera. Cerró la puerta de su cuarto con un portazo que hizo temblar los vidrios.

Ahora, otra vez la espera. El reloj marcaba las dos y cuarto. Afuera, los cláxones y las sirenas se mezclaban con el ladrido lejano de un perro. Me asomé por la ventana: la calle estaba desierta, solo una patrulla pasaba despacio, como buscando algo o a alguien.

Me senté en el sillón y apreté el celular entre las manos. Pensé en llamarle a su amigo Mauricio, pero recordé que la última vez me dijo que no lo molestara más, que no quería ser «la mamá intensa». ¿Pero cómo no preocuparme? Aquí en la colonia Doctores, cada semana desaparece alguien. Hace poco fue el hijo de Doña Lupita; lo encontraron días después en un canal del Estado de México. Nadie supo nunca qué le pasó.

Me levanté otra vez y fui a la cocina. Encendí la luz y vi el plato de arroz frío sobre la mesa. Se lo había dejado servido desde las nueve. Me senté y empecé a llorar en silencio, como si así pudiera sacar el miedo que me ahogaba.

De pronto, el teléfono vibró. Era un mensaje: «Ma, llego tarde. No te preocupes». Sin punto final, sin explicación. Sentí alivio y rabia al mismo tiempo.

—¿Eso es todo? ¿Un mensaje seco después de horas? —dije en voz alta, aunque nadie me escuchaba.

Recordé cuando Tomás era niño y me abrazaba fuerte cada vez que tenía pesadillas. Ahora yo era la que tenía miedo de los monstruos afuera… y adentro también.

Me levanté y fui a su cuarto. Todo estaba desordenado: ropa tirada, libros abiertos sobre la cama, una foto nuestra en la pared. En esa foto él tenía diez años y yo aún podía protegerlo de todo.

Volví al sillón y prendí la televisión para distraerme. Las noticias hablaban de otro asalto en Insurgentes, de una balacera en Iztapalapa, de un joven desaparecido en Tlalpan. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

A las tres y media escuché pasos en el pasillo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. La puerta se abrió despacio y Tomás entró sin mirarme.

—¿Dónde estabas? —pregunté con voz temblorosa.

Él dejó caer su mochila en el suelo y se encogió de hombros.

—Con unos amigos.

—¿Por qué no avisaste antes? ¿Sabes cómo me tienes?

—Ya te mandé mensaje —respondió seco, sin mirarme a los ojos.

—¿Eso crees que basta? ¿Un mensaje frío? ¿Y si te hubiera pasado algo?

Tomás suspiró fuerte y se pasó la mano por el cabello.

—Siempre lo mismo contigo… No puedo ni salir sin que armes un drama.

Sentí cómo se me rompía algo adentro.

—No es drama, Tomás… Es miedo. Aquí afuera matan por un celular, desaparecen chavos como tú todos los días…

Él me miró por fin, pero sus ojos estaban llenos de cansancio y rabia.

—No puedes vivir con miedo toda la vida…

—No puedo dejar de ser tu mamá —le respondí casi en un susurro.

Se hizo un silencio largo. Tomás se fue directo a su cuarto y cerró la puerta sin decir nada más.

Me quedé sentada en el sillón, abrazando mis rodillas como cuando era niña y mi madre me regañaba por llegar tarde del mercado. Pensé en mi propia juventud en Veracruz, cuando podía caminar por las calles sin miedo; ahora ni siquiera podía dormir tranquila sabiendo que mi hijo estaba allá afuera.

Las horas pasaron lentas. Escuché cómo Tomás lloraba bajito en su cuarto. Quise ir a abrazarlo, pero algo me detuvo: el orgullo o tal vez el miedo a escuchar otra vez que ya no me necesitaba.

Amaneció y preparé café para los dos. Dejé una taza junto a su puerta y me senté otra vez en el sillón. Cuando salió, tenía los ojos hinchados pero no dijo nada. Se sirvió café y se sentó frente a mí.

—Perdón —murmuró después de un rato—. Es que… a veces siento que no puedo respirar aquí.

—¿Por qué? —pregunté suavemente.

Tomás bajó la mirada.

—Porque todo es miedo… Allá afuera tengo miedo de que me pase algo; aquí adentro tengo miedo de decepcionarte…

Sentí un nudo en la garganta.

—No quiero perderte —le dije—. Pero tampoco quiero que vivas con miedo…

Nos quedamos callados mucho tiempo. Afuera amanecía sobre los edificios grises de la ciudad.

Esa mañana entendí que el miedo no era solo mío; también era suyo. Que ambos estábamos atrapados entre la violencia de afuera y el silencio de adentro.

Ahora cada noche sigo esperando a Tomás, pero trato de confiar más en él… aunque el miedo nunca se va del todo. Me pregunto si alguna vez podremos volver a sentirnos seguros en esta ciudad… o si aprenderemos a vivir con este miedo compartido.

¿Ustedes también han sentido ese miedo por sus hijos o sus padres? ¿Cómo hacen para encontrar paz cuando todo parece tan incierto?