No supe cómo amar: La historia de Lila

—¿Quién de ustedes es Lila? —La voz de la desconocida cortó el aire sofocante de la tarde, mientras nos miraba con ese gesto entre burla y complicidad. Yo estaba sentada en la banqueta, junto a mi amiga Mariana, tratando de ignorar el calor y el murmullo de las vecinas que, como siempre, parecían saberlo todo antes que una misma.

—Yo soy Lila. ¿Por qué? —respondí, sin poder ocultar mi sorpresa.

La mujer sacó una carta arrugada del bolsillo de su delantal y me la extendió. —Es para ti. De parte de Waldo.

Sentí que el mundo se detenía. Waldo. El hijo del panadero, el muchacho que desde la secundaria me mandaba miradas tímidas y que, según todos, era el mejor partido del pueblo. Mariana me miró con los ojos muy abiertos, esperando que hiciera algo, dijera algo, cualquier cosa menos quedarme congelada como una estatua.

—¿Y dónde está él? —pregunté, apenas moviendo los labios.

—Se fue a trabajar a Monterrey. Pero antes de irse me pidió que te entregara esto —dijo la mujer, encogiéndose de hombros antes de perderse entre las sombras del callejón.

Mariana me empujó el brazo. —¡Ábrela! ¿Qué esperas?

Pero yo no quería abrirla. No quería leer palabras que no sentía, promesas que no podía devolver. Desde niña supe que algo en mí era diferente. Mientras mis amigas soñaban con bodas y vestidos blancos, yo solo pensaba en escapar, en correr por los campos detrás de la casa y perderme entre los árboles. Nunca sentí ese cosquilleo en el estómago, esa ansiedad por ver a alguien. Ni siquiera con Waldo, que era bueno conmigo y siempre tenía una sonrisa lista para mí.

Esa noche, en mi cuarto, abrí la carta bajo la luz temblorosa del foco. «Lila, no sé cómo decírtelo, pero desde hace años eres lo más importante para mí…» Leí cada palabra con una mezcla de culpa y tristeza. ¿Por qué no podía sentir lo mismo? ¿Por qué mi corazón era tan frío?

Al día siguiente, mi madre me encontró sentada en la cocina, con la carta aún en las manos.

—¿Qué tienes, hija? —preguntó, sirviéndose café.

—Nada, mamá. Solo estoy cansada.

Ella me miró con esa mirada que atraviesa todo. —No me mientas. ¿Es por Waldo? Ese muchacho es bueno. No vayas a hacer una tontería y dejarlo ir. Las oportunidades no se repiten aquí.

Sentí el peso de sus palabras como piedras en el pecho. En nuestro pueblo, las mujeres no teníamos muchas opciones. Casarse joven era casi una obligación; quedarse soltera era motivo de chismes y miradas lastimeras.

Mariana insistía:

—¿Y si solo necesitas tiempo? A lo mejor te enamoras después…

Pero yo sabía que no era cuestión de tiempo. Había algo roto en mí o tal vez nunca estuvo ahí para empezar.

Los días pasaron y la presión creció. Mi tía Rosa vino desde el rancho solo para decirme:

—Mira, Lila, no seas tonta. Waldo es trabajador y guapo. ¿Qué más quieres? No vayas a quedarte como tu prima Julia, sola y amargada.

Yo solo asentía, tragando las lágrimas. Nadie entendía que no era cuestión de elegir o no elegir; simplemente no podía sentir lo que todos esperaban de mí.

Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a hacer tortillas, exploté:

—¡No quiero casarme! ¡No quiero estar con alguien solo porque sí!

Mi madre dejó caer el rodillo y me miró como si hubiera dicho una blasfemia.

—¿Entonces qué quieres? ¿Vas a quedarte aquí toda la vida cuidando viejos?

—Prefiero eso a mentirle a alguien —dije bajito.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con un lugar donde nadie preguntara por qué no tenía novio o cuándo iba a casarme. Un lugar donde pudiera ser yo misma sin sentirme defectuosa.

Las semanas pasaron y Waldo dejó de escribir. Mariana empezó a salir con un muchacho nuevo y poco a poco nuestras conversaciones se llenaron de silencios incómodos. Sentí que me estaba quedando sola en una isla rodeada de expectativas ajenas.

Un domingo por la tarde, mientras caminaba por la plaza, escuché a dos señoras hablar:

—Dicen que Lila está rara… Que seguro le hicieron un mal o algo así.

Me dolió más de lo que esperaba. No era brujería ni maldición; simplemente no podía amar como los demás.

Un día decidí hablar con Julia, mi prima soltera que todos usaban como ejemplo de fracaso.

—¿Tú alguna vez te enamoraste? —le pregunté mientras tejía en su patio.

Ella sonrió triste:

—No como los demás esperan. Pero aprendí a quererme a mí misma. Y eso también es amor, Lila.

Sus palabras me dieron un poco de paz. Empecé a buscar cosas que me hicieran feliz: leer novelas bajo el árbol grande del patio, ayudar en la biblioteca del pueblo, escribir mis propios cuentos en un cuaderno viejo.

Mi madre seguía insistiendo:

—Todavía puedes cambiar de opinión…

Pero yo ya no quería cambiar para complacer a nadie. Aprendí a vivir con las miradas y los comentarios; aprendí a defender mi derecho a ser diferente.

A veces todavía siento miedo: miedo a quedarme sola, miedo a arrepentirme algún día… Pero también siento alivio al saber que no estoy traicionando mi corazón.

Hoy miro atrás y veo todo lo que he perdido: amistades, oportunidades, la tranquilidad de encajar sin esfuerzo. Pero también veo lo que he ganado: libertad, honestidad conmigo misma y una fuerza que nunca imaginé tener.

¿Será que hay algo malo en mí o simplemente soy distinta? ¿Cuántas mujeres más viven callando sus verdaderos sentimientos por miedo al qué dirán? Me gustaría saber si alguna vez ustedes también han sentido esa presión… ¿Vale la pena vivir una mentira solo para encajar?