Entre el amor y el orgullo: la batalla silenciosa con mi hija

—¡No me mires así, mamá!— gritó Luciana, su voz temblando de rabia y lágrimas. Yo estaba parada en la puerta de la cocina, con el delantal aún puesto y las manos húmedas de lavar los platos. El olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión que llenaba el aire de nuestra casa en Córdoba, Argentina.

Nunca pensé que llegaría este día. Si alguien me hubiera dicho hace un año que Luciana, mi única hija, mi compañera de vida, se pondría en mi contra, me habría reído en su cara. Pero aquí estábamos, dos extrañas bajo el mismo techo, heridas por palabras que nunca debieron decirse.

Todo comenzó cuando Luciana decidió divorciarse de Matías. El escándalo fue mayúsculo: gritos en la calle, vecinos asomados a las ventanas, rumores corriendo como pólvora por el barrio. Matías era un buen hombre, o eso creía yo. Trabajador, atento… pero Luciana insistía en que la controlaba, que la hacía sentir pequeña. «Mamá, no puedo más. No soy feliz», me confesó una noche, abrazada a mí como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas.

Me puse de su lado sin dudarlo. Fui a buscarla cuando Matías le gritó frente a los chicos, la defendí ante los suegros y hasta enfrenté a mi propio marido, Ernesto, que pensaba que estábamos exagerando. «Las cosas de pareja se arreglan entre dos», decía él. Pero yo no podía dejar sola a mi hija.

El divorcio fue una batalla campal. Custodia de los niños, peleas por la casa, insultos cruzados por WhatsApp. Yo estaba ahí para Luciana en cada audiencia, cada noche de llanto. Me convertí en su escudo y su voz cuando ella no podía más.

Pero medio año después del fallo judicial, algo cambió. Luciana empezó a distanciarse. Ya no me llamaba para contarme sus cosas; apenas venía a buscar a los chicos y se iba rápido. Una tarde la vi hablando con Matías en la puerta de su departamento. Reían juntos. Sentí una punzada de celos y miedo.

—¿Volvés con él?— le pregunté esa noche, tratando de sonar tranquila.

—No es asunto tuyo, mamá— respondió cortante.

Me dolió más de lo que quise admitir. Yo había dado todo por ella. Había enfrentado al mundo entero para protegerla y ahora me trataba como una intrusa.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Ernesto me decía que la dejara en paz, que Luciana necesitaba espacio para rehacer su vida. Pero yo no podía soltarla así nomás. ¿Acaso no era mi deber como madre cuidar que no volviera a caer en lo mismo?

Un domingo, durante el almuerzo familiar, estalló todo.

—¿Por qué no podés dejarme vivir?— gritó Luciana delante de todos.

—Porque te quiero y no quiero verte sufrir otra vez— respondí, con la voz quebrada.

—¡No es amor lo que hacés! ¡Es control!— me lanzó como un puñal.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Ernesto miraba su plato; mis nietos se quedaron mudos. Yo sólo podía pensar en todas las veces que corrí por ella al hospital cuando era chiquita, en las noches sin dormir esperando que volviera sana y salva… ¿Cómo podía decirme eso?

Después de ese día, Luciana dejó de venir a casa. Los chicos venían solos o con Matías. Yo me quedaba mirando por la ventana, esperando verla aparecer con esa sonrisa traviesa que siempre tuvo de niña. Pero sólo llegaba el silencio.

Una tarde recibí un mensaje suyo: «Mamá, necesito distancia. No quiero pelear más». Lloré como nunca antes. Me sentí traicionada y sola. Ernesto intentó consolarme, pero yo sabía que algo se había roto entre nosotras.

Pasaron semanas sin hablarnos. Empecé a cuestionarme todo: ¿había hecho mal en meterme tanto? ¿Era cierto que mi amor se había vuelto una cárcel para ella? Recordé a mi propia madre, doña Rosa, cómo me asfixiaba con sus consejos y críticas… ¿Me estaba convirtiendo en ella?

Un día cualquiera, mientras regaba las plantas del patio, vi a Luciana pasar por la vereda con Matías y los chicos. Reían juntos, como si nada hubiera pasado. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Acaso todo mi sacrificio no valía nada?

Esa noche soñé con Luciana de niña, corriendo hacia mí después de caerse de la bicicleta. «Mamá, me duele», decía entre sollozos. Yo la abrazaba fuerte y le prometía que todo estaría bien. Al despertar, entendí que ya no podía protegerla de todo; tenía que dejarla caer y levantarse sola.

Decidí escribirle una carta:

«Hija,
Sé que te fallé al querer protegerte demasiado. No supe soltar cuando debí hacerlo. Te pido perdón si te hice daño con mi amor desbordado. Siempre vas a ser mi niña, pero entiendo que ahora necesitás tu propio camino.
Te amo siempre,
Mamá»

No sé si algún día volveremos a ser las mismas de antes. Pero aprendí que el amor también es saber soltar.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo proteger se convierte en controlar? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?