El eco de los martillos: Cuando el amor se reconstruye
—¿Otra vez dejaste la llave inglesa en la sala? —grité desde la cocina, con la voz cargada de frustración y polvo.
Darío apareció en el umbral, sudoroso y con una sonrisa cansada. —No la encuentro, Lucía. ¿No la habrás visto tú?
Me quedé mirándolo, con las manos llenas de yeso y el corazón apretado. Dieciséis años juntos y, últimamente, sentía que hablábamos solo para discutir sobre herramientas o cuentas por pagar. Nuestro matrimonio era como ese viejo suéter que guardas por costumbre: cómodo, familiar, pero incapaz de darte calor.
Todo comenzó cuando la humedad del invierno pasado terminó de arruinar la pared del comedor. Yo insistí en llamar a un maestro, pero Darío, terco como siempre, dijo que podíamos arreglarlo nosotros. Así empezó el caos: muebles apilados en el pasillo, bolsas de cemento en la sala y una fina capa de polvo cubriéndolo todo, incluso nuestros silencios.
Al principio, la remodelación fue solo otra tarea más. Pero pronto se convirtió en una excusa para pelear. Una noche, mientras lijaba la pared, exploté:
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que se encarga de todo? ¡Hasta para arreglar la casa tengo que estar detrás de ti!
Darío soltó la espátula y me miró con esos ojos oscuros que antes me derretían. —¿Y tú crees que esto es fácil para mí? Trabajo todo el día y llego a casa para escuchar tus quejas. ¿Cuándo fue la última vez que me preguntaste cómo estoy?
El silencio cayó como una losa. No supe qué responder. ¿Cuándo fue la última vez? Ni siquiera lo recordaba.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí el peso de los años sobre mi pecho: dieciséis años de rutinas, de cenas rápidas frente al televisor, de conversaciones sobre los hijos y las cuentas. ¿Dónde había quedado el amor? ¿En qué momento dejamos de tocarnos, de reírnos juntos?
Al día siguiente, mientras recogía los restos de yeso del suelo, encontré una foto vieja entre los papeles del cajón: Darío y yo en la playa de Máncora, recién casados, riendo bajo el sol. Me senté en el suelo y lloré en silencio.
La remodelación siguió su curso. Los niños —Valentina y Matías— se quejaban del desorden y las cenas improvisadas. Mi suegra, doña Rosa, venía cada tanto a «ayudar», pero solo lograba aumentar mi estrés con sus críticas veladas:
—Ay, hijita, antes tu casa era tan bonita…
Una tarde, mientras pintábamos juntos la pared del comedor, Darío rompió el hielo:
—¿Te acuerdas cuando pintamos nuestro primer departamento? Usamos ese color horrible… ¿cómo se llamaba?
—Verde esperanza —respondí, sonriendo a pesar mío.
Él rió. —Nos manchamos tanto que hasta el perro terminó verde.
Por primera vez en mucho tiempo, reímos juntos. La pintura salpicó nuestros brazos y terminamos jugando como niños. Valentina nos miró desde la puerta:
—¡Papás! ¡Parecen adolescentes!
Esa noche cenamos pizza sentados en el suelo del pasillo. Matías contó un chiste malo y todos reímos hasta las lágrimas. Sentí algo tibio en el pecho: una chispa de lo que fuimos alguna vez.
Pero no todo fue fácil. Hubo días en que quise tirar todo por la borda. Una mañana, después de una discusión absurda por los azulejos del baño, me encerré en el cuarto y llamé a mi hermana Camila.
—No sé si esto tiene sentido —le confesé entre sollozos—. Siento que Darío y yo somos dos extraños compartiendo techo.
Camila suspiró al otro lado del teléfono. —Lucía, todos pasamos por eso. Pero si todavía te duele, es porque te importa. ¿Por qué no le dices lo que sientes?
Esa noche me armé de valor. Encontré a Darío sentado en el balcón, mirando las luces de Lima.
—¿Te acuerdas cuando prometimos nunca irnos a dormir enojados? —le pregunté.
Él asintió sin mirarme.
—Siento que nos perdimos —continué—. No sé si es culpa mía o tuya o de los dos… pero extraño lo que éramos.
Darío se quedó callado un momento. Luego me tomó la mano con suavidad.
—Yo también lo extraño —susurró—. Pero aún estamos aquí, ¿no?
Nos abrazamos bajo el cielo limeño, rodeados del ruido lejano del tráfico y el olor a pintura fresca.
Poco a poco, entre martillazos y discusiones sobre cortinas, fuimos reconstruyendo algo más que paredes. Aprendimos a escucharnos otra vez; a pedir perdón sin orgullo; a reírnos de nuestras torpezas.
Un sábado por la tarde, cuando por fin terminamos la remodelación, invitamos a toda la familia para celebrar. Doña Rosa lloró al ver la casa reluciente; Valentina y Matías decoraron la mesa con flores del jardín; Camila trajo su famoso pastel de tres leches.
Esa noche, mientras bailábamos salsa en la sala recién pintada, sentí que algo había cambiado dentro de mí. No era solo la casa: éramos nosotros. Habíamos sobrevivido al polvo, al caos y a nosotros mismos.
Ahora entiendo que el amor no es solo pasión o mariposas en el estómago; es también elegir quedarse cuando todo parece derrumbarse. Es reconstruirse juntos, aunque duela; aunque cueste; aunque a veces uno quiera rendirse.
A veces me pregunto: ¿cuántos matrimonios se pierden por miedo a enfrentar lo incómodo? ¿Cuántos dejan morir el amor por no atreverse a reconstruirlo?
¿Y tú? ¿Te animarías a empezar de nuevo aunque todo parezca perdido?