Mudanza en la Avenida Independencia: El precio de un nuevo comienzo
—¿Por qué guardás eso, Agustina? —me preguntó Tomás mientras sostenía la vieja foto de mi abuela, esa en la que apenas sonríe, con el pelo recogido y el delantal manchado de harina.
No supe qué responderle. Tenía las manos llenas de polvo y el corazón apretado. Era la última noche en nuestro departamento de la Avenida Independencia, ese dos ambientes donde habíamos aprendido a sobrevivir juntos, entre discusiones por la renta y cenas improvisadas con empanadas de la esquina. Afuera, los bocinazos de los colectivos y el murmullo de la ciudad no paraban nunca. Adentro, el eco de nuestras voces rebotaba entre las cajas apiladas.
—No sé, Tomi… Es que siento que si tiro esto, me olvido de quién soy —le dije, bajito, como si temiera que la foto pudiera escucharme.
Él suspiró y dejó la foto sobre una pila de libros. —No somos nuestras cosas, Agus. Ya es hora de dejar espacio para lo nuevo.
Pero ¿cómo se deja espacio para lo nuevo cuando lo viejo todavía duele? Habíamos comprado un departamento más grande en Caballito, después de años de ahorrar cada peso y renunciar a vacaciones, salidas y hasta al delivery los domingos. Era nuestro sueño, pero también una apuesta: ¿seríamos capaces de empezar de cero?
La mudanza llegó justo después del Año Nuevo. El calor húmedo de enero pegaba fuerte y los muchachos del flete sudaban mientras bajaban los muebles por la escalera angosta. Mi mamá vino a ayudarme a embalar la vajilla.
—¿Te acordás cuando tu papá y yo nos mudamos a Flores? —me dijo mientras envolvía una taza con papel de diario—. Lloré tres días seguidos. Pero después uno se acostumbra.
Yo asentí, pero no podía imaginarme acostumbrándome a nada. Cada objeto tenía una historia: el mate astillado que usábamos en la terraza, la manta tejida por mi tía Marta, los libros con dedicatorias de amigos que ya no veía. ¿Cómo elegir qué llevar y qué dejar?
Esa noche, mientras Tomás dormía entre cajas abiertas, me senté en el suelo y abrí una vieja caja de zapatos. Adentro encontré cartas que nunca envié, fotos de mi papá antes del accidente y un sobre amarillo con el nombre de mi hermana menor: Luciana.
Luciana y yo no hablábamos desde hacía dos años. Una pelea absurda por una herencia mínima nos había separado. Ella se había mudado a Rosario y yo me había quedado con el silencio.
Miré el sobre durante minutos. ¿Llevarlo conmigo o dejarlo atrás? ¿Podía una mudanza arreglar lo que estaba roto?
Al día siguiente, mientras los camiones cargaban nuestras cosas, Tomás me abrazó fuerte.
—Vamos a estar bien —me dijo—. Es solo una casa nueva.
Pero yo sabía que no era solo eso. Era un salto al vacío.
El nuevo departamento olía a pintura fresca y promesas incumplidas. Las paredes blancas parecían juzgarme mientras acomodaba los platos en la alacena. Tomás estaba entusiasmado: ya planeaba cenas con amigos y tardes de películas en el living amplio. Yo solo pensaba en todo lo que habíamos dejado atrás.
La primera noche fue un desastre. No encontrábamos las sábanas, el ventilador no funcionaba y una gotera apareció en el baño. Discutimos por tonterías: dónde poner el sofá, si colgar o no los cuadros viejos.
—¿Por qué te aferrás tanto a todo esto? —me gritó Tomás—. ¡No podemos vivir en un museo!
Me encerré en el baño y lloré en silencio. No era solo por los objetos; era por todo lo que significaban: mi infancia, mi familia rota, mis miedos a perderme en una ciudad que nunca duerme.
Esa madrugada llamé a Luciana. No sabía qué decirle, solo quería escuchar su voz.
—¿Agus? —su voz sonaba cansada—. ¿Estás bien?
—Me mudé —le dije—. Y siento que estoy perdiendo todo lo que soy.
Hubo un silencio largo del otro lado.
—A veces hay que perderse para encontrarse —susurró—. Yo también extraño casa…
Colgué sin saber si eso era un comienzo o un final.
Los días pasaron entre cajas sin abrir y peleas pequeñas. Mi mamá venía seguido a ayudarme a limpiar y siempre encontraba algo para criticar.
—Este barrio es caro —decía—. ¿Están seguros que pueden pagarlo?
Yo asentía sin convicción. La verdad era que apenas llegábamos a fin de mes y cada cuenta nueva era un sobresalto.
Una tarde, mientras acomodaba libros en la biblioteca, encontré el sobre amarillo de Luciana. Lo abrí temblando: adentro había una carta que nunca leí. Decía:
«Agus: Ojalá algún día podamos hablar sin rencores. Te extraño más de lo que puedo decirte. Perdón por todo lo que no supe cuidar».
Me senté en el piso y lloré como una nena. Por primera vez entendí que la mudanza no era solo física; era emocional, era soltar para poder abrazar lo nuevo.
Esa noche le mostré la carta a Tomás.
—No quiero perder más tiempo peleando por cosas viejas —le dije—. Quiero aprender a vivir acá, con vos… aunque me cueste.
Él me abrazó fuerte y juntos armamos la cama con las sábanas limpias.
Hoy escribo esto sentada junto a la ventana del nuevo departamento. Afuera llueve y la ciudad parece menos hostil. Todavía extraño mi antigua casa, pero empiezo a entender que los hogares se construyen con amor, no con objetos ni recuerdos tristes.
¿Será posible empezar de nuevo sin perderse en el intento? ¿Cuántos recuerdos hay que dejar atrás para poder avanzar? Ojalá alguien tenga una respuesta…