Cuando el nido queda vacío: El lamento de un jubilado en el parque
—¿Te das cuenta, Ernesto? Treinta y cinco años juntos, criando a los muchachos, trabajando como burros, y ahora que por fin podríamos disfrutar la vida… ¡se va! Así, sin más. —Mi voz tiembla mientras muevo el alfil y Ernesto, con su gorra vieja y la mirada cansada, apenas asiente.
El parque está lleno de hojas doradas. El otoño en Buenos Aires siempre me pareció hermoso, pero hoy siento que cada hoja que cae es un recuerdo que se desprende de mi vida. Los jubilados como nosotros llenamos los bancos del parque desde temprano, buscando compañía o, al menos, no estar solos con nuestros pensamientos.
—¿Y qué te dijo, Raúl? —pregunta Ernesto, sin levantar la vista del tablero.
—Nada. Solo dejó una nota en la mesa: “Me voy a vivir con Lucía a Córdoba. Necesito encontrarme a mí misma”. ¿Encontrarse? ¿Después de toda una vida juntos? —Me río amargamente—. ¿No se supone que uno se encuentra en pareja?
Ernesto suspira. —A veces uno se pierde en pareja, Raúl. Yo lo sé bien.
No le respondo. Miro alrededor: los niños juegan, las madres conversan, los vendedores ambulantes ofrecen churros y café. Todo sigue igual, pero para mí el mundo cambió de golpe. Me siento invisible, como si la vida hubiera decidido que ya cumplí mi función.
Recuerdo cuando llegamos a esta ciudad desde Tucumán, con una mano atrás y otra adelante. Yo conseguí trabajo en el correo, ella en una escuela. Los chicos crecieron rápido: Martín se fue a México, Laura a Chile. Nos quedamos solos hace años, pero nunca pensé que ella también se iría.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —insiste Ernesto.
—No sé. No tengo ganas de volver a casa. Todo me recuerda a ella: el mate frío en la cocina, las fotos de los chicos, el perfume en las almohadas…
Ernesto mueve su torre y me mira fijo. —Tenés que hacer algo, Raúl. No podés quedarte esperando que vuelva.
—¿Y si no vuelve?
—Entonces aprendé a vivir solo. Mirá, yo hace años que estoy solo y acá estoy… más o menos —se ríe, pero sus ojos se humedecen—. La soledad es brava, pero peor es vivir con rencor.
Me quedo callado. Pienso en los domingos de asado, en los cumpleaños llenos de nietos corriendo por el patio. Todo eso parece tan lejano ahora. ¿En qué momento dejamos de hablarnos? ¿Cuándo fue que nos convertimos en extraños?
El viento levanta las hojas y las hace bailar frente a nosotros. Un chico se acerca y nos pide una moneda para comprarse una gaseosa. Le doy lo poco que tengo en el bolsillo y me sonríe con gratitud.
—¿Sabés qué me dijo Laura por teléfono? —le cuento a Ernesto—. “Papá, mamá siempre fue inquieta. Vos eras su ancla, pero ahora quiere volar”.
—¿Y vos? ¿No querés volar también?
La pregunta me descoloca. ¿Volar? ¿A dónde? Toda mi vida fue trabajo y familia. Ahora no sé quién soy sin ellos.
Esa noche vuelvo a casa solo. El departamento está oscuro y frío. Me sirvo un vaso de vino barato y prendo la radio para no escuchar el silencio. Miro las fotos en la repisa: nosotros jóvenes en Mar del Plata; los chicos disfrazados en carnaval; mi esposa sonriendo con una flor en el pelo.
Me siento en la cama y lloro por primera vez en años. No por ella solamente, sino por mí mismo, por todo lo que no dije, por todo lo que no hice cuando todavía tenía tiempo.
Los días pasan lentos. Sigo yendo al parque con Ernesto. Jugamos ajedrez y hablamos poco. A veces nos unimos a otros viejos para jugar a las cartas o tomar mate bajo los árboles.
Un día veo a una mujer sentada sola en un banco cercano. Tiene el pelo blanco recogido y lee un libro de Benedetti. Me acerco tímidamente.
—¿Le gusta Benedetti? —pregunto.
Ella sonríe. —Me acompaña desde joven. ¿Usted también lo lee?
—Mi esposa lo leía… bueno, mi ex esposa —corrijo.
Charlamos un rato sobre poesía y sobre la vida. Se llama Teresa y enviudó hace cinco años. Me cuenta que al principio pensó que no iba a poder seguir adelante, pero encontró consuelo en los libros y en los paseos por el parque.
Esa tarde vuelvo a casa sintiéndome un poco menos solo.
Con el tiempo empiezo a cambiar mi rutina: salgo a caminar por la costanera, aprendo a cocinar algo más que milanesas recalentadas, llamo más seguido a mis hijos aunque estén lejos. Incluso me animo a invitar a Teresa a tomar un café después del ajedrez.
No es fácil dejar atrás el dolor ni la costumbre de esperar a alguien que ya no va a volver. Pero descubro que todavía puedo reírme, emocionarme con una buena película o disfrutar una charla bajo los árboles dorados del otoño porteño.
Un día recibo una carta de mi esposa desde Córdoba. Me cuenta que está bien, que extraña algunas cosas pero está aprendiendo a vivir sola también. Me desea lo mejor y me pide que no la odie.
Leo la carta varias veces antes de guardarla en el cajón junto a las fotos viejas.
Ahora entiendo lo que decía Ernesto: la soledad es brava, pero peor es vivir con rencor.
Miro el tablero de ajedrez frente a mí y pienso que la vida es como una partida: uno puede perder piezas importantes, pero mientras quede un movimiento posible, hay esperanza.
¿Será posible empezar de nuevo después de los setenta? ¿Cuántos de ustedes han sentido ese vacío cuando todo cambia de golpe? Los leo…