La hija de Helena: secretos bajo el jacarandá
—¡¿Por qué no me lo dijiste nunca, mamá?!
Mi voz temblaba, se quebraba como las ramas secas del jacarandá que daba sombra a nuestra casa. Helena, mi madre, me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían esconder tormentas. Afuera, el calor de Jalisco apretaba y los murmullos del pueblo parecían colarse por las rendijas de la ventana.
Nací cuando Helena ya tenía casi cuarenta años. Era viuda desde hacía tiempo; su esposo, Don Ernesto, murió joven y sin dejar hijos. Todos en el pueblo sabían que Helena y Ernesto nunca pudieron tener familia. Por eso, cuando regresó de una visita a su prima Lucía en Guadalajara y, nueve meses después, nací yo, los chismes se desataron como polilla en costal de maíz.
—Esa niña es milagro o pecado —decían las vecinas mientras lavaban ropa en el río.
Mi madre nunca respondió a los rumores. Me crió sola, con una dignidad que dolía. Yo era Jagüey, pero todos me decían Jagüita. Crecí entre susurros y miradas de reojo. A veces sentía que mi existencia era una herida abierta en la piel del pueblo.
Recuerdo una tarde especialmente calurosa cuando tenía siete años. Regresé llorando porque una niña me gritó: «¡Tú no tienes papá! ¡Eres hija del aire!». Helena me abrazó fuerte y me susurró:
—No escuches a nadie, mi amor. Eres mi bendición.
Pero yo sentía el peso de una pregunta sin respuesta: ¿Quién era mi padre?
Los años pasaron y aprendí a vivir con la duda. Ayudaba a mamá en la tienda del pueblo, escuchaba los cuentos de las clientas y veía cómo los hombres bajaban la voz cuando entrábamos. Helena era fuerte, pero a veces la sorprendía llorando en la cocina, con las manos cubiertas de masa para tortillas.
Un día, cuando cumplí diecisiete años, llegó una carta desde Guadalajara. Era de Lucía, la prima de mamá. Decía que estaba enferma y quería vernos. Viajamos juntas en el camión polvoriento, con el corazón apretado por la incertidumbre.
Lucía nos recibió en su casa antigua, llena de retratos descoloridos. Me miró largo rato antes de decirme:
—Jagüita, tu madre te ama más que a nada en este mundo. Pero hay cosas que debes saber.
Helena intentó detenerla, pero Lucía siguió:
—Tu padre fue un hombre bueno, pero no era Ernesto. Fue alguien que tu madre amó en silencio, alguien que no pudo quedarse.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Miré a mamá buscando respuestas. Ella lloraba en silencio.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —pregunté con voz rota.
—Quise protegerte —susurró—. El pueblo no perdona a las mujeres que aman fuera del matrimonio. Temí perderte… temí perderme yo misma.
Regresamos al pueblo con el alma hecha trizas. Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, compasión. Empecé a mirar a mi madre con otros ojos: ya no solo como la mujer fuerte que me crió sola, sino como alguien que también sufrió por amor y por miedo al qué dirán.
El pueblo nunca supo toda la verdad. Pero yo sí. Y eso cambió todo entre nosotras.
Una tarde, mientras barríamos el patio cubierto de flores moradas del jacarandá, le pregunté:
—¿Lo volverías a hacer?
Helena me miró largo rato antes de responder:
—Sí. Porque tú eres mi vida entera.
Desde entonces aprendí a perdonar y a entender que las mujeres como mi madre han tenido que cargar con culpas ajenas durante generaciones. Que los secretos pesan, pero también liberan cuando se enfrentan con amor.
Hoy miro mi reflejo en el agua del río y me pregunto: ¿Cuántas historias como la nuestra se esconden detrás de las puertas cerradas de este pueblo? ¿Cuántas madres han callado por miedo al juicio ajeno?
¿Y si empezamos a hablar? ¿Y si dejamos de juzgar? ¿Qué pasaría si el amor fuera más fuerte que el miedo?